Ya no está la tinta en los tinteros ni estos en los pupitres escolares. Quedose en las tripas de los bolígrafos y en los cartuchos de las impresoras. También, sentimentalmente, en los museos y en la memoria de los muy mayores.

Cualquiera que tenga en casa unos pocos de libros -con ese gracioso partitivo tan sureño-, se sabe culpable de no conocerlos a todos. Yo sabía, como en un sueño, que tenía en mis estantes un libro de Saavedra Fajardo (1584-1648), nombre neblinoso del lejano bachillerato. Fue escritor y diplomático -como Chateaubriand, mutatis mutandis-, participó en cónclaves vaticanos, en las negociaciones de la Paz de Westfalia y bregó con la Francia de Richelieu. Fue un culto hombre de mundo, coetáneo de Cervantes y Góngora.

El libro en cuestión es República literaria, una sátira que pone en solfa la ciencia y el arte de la época, arremete contra la cultura libresca y, entre otras amenidades, nos ofrece curiosos y agudos pasajes críticos:

El Dante, queriendo mostrarse poeta no fue científico, y queriendo mostrarse científico no fue poeta.

Don Luis de Góngora, requiebro de las musas y corifeo de las gracias, gran artífice de la lengua castellana, y quien mejor supo jugar con ella y descubrir los donaires de sus equívocos…

En un curioso pasaje, Saavedra nos revela las razones secretas que llevaron a la invención de la tinta. Pueden resumirse así: se quejaba la Gloria de su carácter efímero y de lo olvidadizo de los hombres. Se conmovió la Virtud -que sorprendentemente parecía tener autoridad- y dispuso que se inventara algo para remediarlo, y ese algo fue la tinta, con la que podrían escribirse los méritos de la Gloria y, así, perpetuarlos en la memoria. Oigamos la queja:

Si bien es grande esta fama, tú sabes que es vana y caduca, pendiente de los labios ajenos, y formada de palabras ligeras […] dejando triunfante al olvido, mi mayor enemigo.

Esta laméntela, adornada con derroche de lágrimas, llevó a la Virtud a ordenar al Arte que procurase el remedio. El Arte consultó con la Noche -aquella doncella, cuyo manto sembrado de estrellas le cubre la mitad del rostro-, quien, con un símil muy apañado, le dijo que:

…así como en lo obscuro de su manto escribió el gran Arquitecto de los orbes sus eternos decretos con caracteres de luz, así sobre la blanca carta se podían delinear con tinta negra los conceptos del ánimo, dándoles cuerpo y fijando, a pesar del Olvido, las palabras, con la misma obscuridad que él procuraba sepultar a la Fama.

Si el pérfido Olvido se sirve de la oscuridad para derrotar a la Gloria, esta usará la oscuridad de la tinta para doblegar su enemigo.

Los interesados dioses comprendieron que la Gloria alcanzaría condición divina gracias al invento, y que pronto sería como ellos, así que decidieron ayudar al Arte para granjearse la simpatía de la futura compañera del Olimpo:

Baco le suministra el vino, Júpiter las agallas de encina, Pomona la goma arábiga, Vesta el vitriolo, Febo el calor, del cual, y de aquellos materiales, resulta la tinta […] que es la que hace inmortal a la Gloria…

Ese es pues el origen celestial de la tinta, de sonoro y cantarín nombre: tinta, Tintín, tilín, tinte, tintura, tintación, tintorera, tintarella di luna. Tinta hija de Arte, instigada por Noche, bendecida por los dioses, servidora de Gloria. Gracias a ella creció Literatura, que repartió entre sus adeptos y hacedores, con desigual fortuna, sus dones, bienes y maldiciones. Pero esa es otra historia.

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