Usted tiene una agencia de viajes. Del montón, sin pretensiones. Decidió abrirla cuando le fallaron sucesivamente el bar de copas y la tintorería. Se entrampó hasta las cejas y le costó Dios y ayuda que los del banco soltaran el crédito. Tampoco es que se matase al ponerle el nombre, y mire que su madre ya le advirtió de que Sky travel sonaba más a puticlub de carretera que a empresa respetable y con vocación de prosperar. El primer año fue un desastre: no se vendieron ni las escapadas del Imserso. Durante el segundo, la cosa empezó a remontar, pero la guerra civil sudanesa le arruinó todos los paquetes que incluían el Egipto faraónico. Así que en 2005 usted se ve de nuevo con el agua al cuello e intentando un imposible: dinamizar la temporada baja. Alguien le habla entonces de Cliff Arnall, un psicólogo de la Universidad de Cardiff que le promete el oro y el moro a cambio de que le endiñen un montante de libras indecente.

Arnall, que además de un rostro de cemento armado parecía tener conocimientos matemáticos, se lanzó como un loco a aventurar ecuaciones y algoritmos, tras los cuales concluyó que el tercer lunes de enero era sin duda el día más triste del año. En las operaciones introducía variables tan poco usuales como la morriña inherente al período invernal o la frustración que se genera al abandonar prematuramente los propósitos de año nuevo.

Qué menos que regalarse un viajecito para subirse la moral y las endorfinas, piensa usted, y coloca en la puerta de su establecimiento un cartel la mar de hortera que bajo el rótulo Blue Monday insinúa ofertas ventajosísimas. Le llueven los clientes y las críticas. Se defiende argumentando que Galerías Preciados ya se inventó el Día del Padre allá por los 50 con el único propósito de vender corbatas y que Randolph Hearst montó la Guerra de Cuba para abarrotar de periódicos los quioscos. Y a ver quién es el guapo que se lo niega.