ES raro que en una cena reposada con cualquier antiguo deportista, fundamentalmente si ha sido futbolista, no aparezca una frase común: "No era consciente de lo privilegiado que era". La vida del deportista de élite es fugaz, suelen quedar muchos años por delante tras la retirada. Cuentan que ganar es adictivo, que palpar el fervor de la plebe, la sensación de marcar en un campo lleno o silenciar a una grada con una canasta es algo incomparable, que no regresa jamás cuando se deja. El deporte es un juego, pero no deja de ser una metáfora de la vida, con fecha de caducidad anticipada para los protagonistas.

Viene mañana a La Rosaleda el Zaragoza, con dos malagueños en sus filas. Uno no puede jugar, Apoño, porque está cedido por el Málaga. Suele criticarse esa cláusula que impide a un jugador medirse al equipo al que pertenece. Yo la entiendo. Si puedes debilitar a un rival, se hace. Si no, que pase por caja. Recuerdo una eliminatoria de Champions en la que el Mónaco eliminó al Real Madrid con varios goles de Morientes. Y el Madrid le pagaba gran parte de su ficha, millones de euros.

El otro es Aranda. Uno de La Palmilla y otro de El Palo, dos barrios significativos de Málaga. Dos jugadores con una carrera más que digna, pero Apoño debió salir, quién sabe si para siempre, y Aranda hizo currículum itinerante fuera desde adolescente. Recuerdo a Sergio Scariolo en la celebración del título de ACB del Unicaja. Decía que envidiaba profundamente a Cabezas y Berni: "Sólo ellos saben lo que se siente ahora al ganar con el equipo de su ciudad, con el de toda su vida, debe ser una sensación insuperable". Aranda, dechado de sinceridad, dice que es malagueño, pero no malaguista. Es difícil ser profeta en la tierra, es complicado ser un profesional. "Cuando de verdad entiendes el baloncesto, el físico te ha abandonado", me dijo no hace mucho un ex jugador. No se dan cuenta ellos, no nos damos cuenta nosotros.

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