Postales desde el filo

José Asenjo

Pasar factura

EL continuo goteo de titulares sobre casos de corrupción, corruptelas, irregularidades administrativas, etcétera, ha contribuido a asentar la falsa idea de que estos comportamientos sean la norma y no la excepción en la gestión de los asuntos públicos. Ésta es, sin duda, una de las razones de que en la última encuesta del CIS la política haya pasado a ocupar un lugar privilegiado entre los problemas que más preocupan a los españoles. También contribuye a este malestar el tono excesivamente partidista con el que frecuentemente los medios de comunicación tratan estos asuntos. Además, aunque desde un punto de vista ético cualquier abuso de poder merece por insignificante que sea igual reproche social, resulta desproporcionado equiparar informativamente casos como, por ejemplo, Alcaucín y Marbella.

Las corrupciones y las corruptelas han sido una constante en nuestra historia, de hecho la picaresca ha sido el género literario en el que más ha brillado nuestra prosa. Aunque creímos ingenuamente que con ella todo cambiaría, la democracia se rindió tempranamente ante unas costumbres tan firmemente arraigadas. Es más, desde hace aproximadamente dos décadas la corrupción pasó a ocupar un papel central en la agenda y las estrategias de los partidos y los medios de comunicación: no para combatirla, sino para convertirla en una valiosa arma electoral. Todo empezó, como tantas otras cosas, con los numerosos casos de corrupción que afloraron en los últimos años del anterior periodo de gobiernos socialistas. La derecha política y mediática, tomando la parte por el todo, utilizó estos escándalos para deslegitimar globalmente a todos los socialistas. Elevándose sin complejos a una posición de superioridad moral sobre una izquierda que había reivindicado pocos años antes sus cien años de honradez como marca electoral. Más que luchar contra ella, la corrupción fue utilizada como un arma para acabar con el adversario. Obviamente el PSOE cuando se le presentó la oportunidad no dudó en aplicar al PP su misma medicina. De tal forma que durante estos años hemos asistido a la repetición del mismo auto de fe con alternancia de protagonistas. El resultado de todo ello es que, aunque la inmensa mayoría de los responsables públicos son honestos, los partidos con su sectarismo parecen empeñados en validar el axioma populista de que todos los políticos son iguales.

La corrupción apenas si ha sido castigada por los electores. Son innumerables los casos de alcaldes sobre los que pesan graves imputaciones y que han tenido el clamoroso respaldo de sus vecinos. Gil y sus secuaces son el paradigma. Evidentemente los culpables de este estado de cosas son los corruptos y quienes los amparan. Pero, me temo, que en toda esta confusión sólo haya una cosa clara: los partidos no cambiarán su actitud, especialmente en lo que el juez Torres califica de corrupción de baja intensidad, mientras los electores no les pasen factura en las urnas.

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