ES evidente que la actividad pública se había transformado en una ocupación excesivamente alejada y distante. La inercia institucional parecía estar condenada a mantener un sesgo de altanería para ahondar en el distanciamiento entre gobernantes y gobernados hasta tal punto que llegan a percibirse dos colectivos enfrentados. Por eso se ha recibido con satisfacción el aire fresco que han traído las elecciones municipales. Cualquier acto de proximidad o de sencillez ha sido aplaudido porque venía a refrescar el viciado aire de las instituciones. Pero en esta política gestual, se puede caer en excesos y contradicciones, como puede ocurrir con la disminución de la emolumentos de los representantes públicos. Viendo algunos sueldos puede pensarse que se han cometido excesos injustificados que era necesario corregir, pero iniciar una carrera desenfrenada hacia la disminución de los salarios, a parte de ser demagógico, nos puede llevar a un callejón sin salida, porque siempre será posible pensar que la disminución es insuficiente o que las retribuciones son excesivas.

Bueno sería recordar que el sueldo de alcaldes y concejales se implantó con la llegada de la democracia. Antes, en las corporaciones franquistas, ningún cargo público municipal cobraba y ello tenía evidentes efectos negativos. El primero, que sólo podían dedicarse a la política los pudientes o aquellos que tenían una ocupación tan liviana e intrascendente que podían permitirse el lujo de desatenderla para dedicarse a la actividad pública. Otro efecto era que lo que no se percibía de forma legal y manifiesta se trataba de compensar con prebendas, favores, privilegios y contrapartidas ni confesables ni legales y también que la no retribución de los políticos llevaba a que en realidad quien soportaba el peso de la gestión de las instituciones eran los funcionarios y que los munícipes simplemente se limitaban a figurar y a dejarse llevar.

La decisión de que los miembros electos municipales percibieran un sueldo fue un planteamiento de las corporaciones democráticas que no estuvo exento de polémica y de furibundos ataques de la derecha extrema, que entonces era muy derecha y muy extrema, pero que con un esfuerzo de explicación llegó a ser aceptada por la ciudadanía. Por eso, corregidos exageraciones y abusos que se han producido, no creo que el salario de los políticos españoles sea excesivo, siempre que su actividad lo justifique y ni mucho menos pueda presentarse como vergonzante para hacer de ella el caballo de batalla de la ejemplaridad y el cambio Si nos deslizamos por el peligroso camino de quien es más radical en este terreno, podemos desandar lo andado y llegar a la trasnochada situación de que la política es un hecho tan vocacional que no requiere compensación económica y así quedará vetada para muchos ciudadanos corrientes que quisieran dedicarse a esta actividad sin necesidad de ser unos desocupados, unos mártires o unos fanáticos.

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