ADVERTÍA el pasado lunes el artista Rogelio López Cuenca en la Fundación Picasso de los riesgos que entraña vincular en exceso la cultura al turismo, así como la no distinción estricta entre centros culturales y centros comerciales. Y tiene razón. Málaga es un ejemplo vivo de lo que estos peligros pueden llegar a significar, con todas las administraciones públicas volcadas en hacer de la cultura algo rentable (cuando, naturalmente, es todo lo contrario, pero aquí reside el reto si hablamos de lo público) y empeñadas en convertirla en un atractivo turístico sustituto de las playas impracticables que presenta la ciudad tanto en verano como en invierno. Esta política ha tenido ya como primera consecuencia directa la extinción de buena parte del talento local, que o bien ha emigrado o bien ha negociado la rendición con el mayor beneficio posible. También los mismos malagueños, o cierta idiosincrasia aún latente, juegan a menudo en contra. Un ejemplo se encuentra en el recién clausurado Festival de Teatro: la organización decidió apostar de manera más firme que en anteriores ediciones por las compañías jóvenes malagueñas (claro, porque van a taquilla y revisten menos complicaciones presupuestarias; pero hagamos de una vez de la necesidad virtud) y éstas han demostrado que, en lo que a creación artística se refiere, pueden aspirar a todo sin complejos. Lo que queda, sin embargo, es que el festival ha perdido 9.000 espectadores respecto al año pasado, así que lo mejor será volver a contratar musicales recauchutados para hacer del festival algo que poco tenga que ver con el teatro, disciplina deficitaria donde las haya. Es obvio que hay que ponerse manos a la obra y educar al público. Y en esto conviene a recordar que ya no basta con tachar a las administraciones de injustas y colgarse el sambenito de víctimas del sistema: esta tarea, dado que nadie la asume, corresponde a los creadores. Así que menos cultura, y más arte. Para respirar un poco.