La tribuna

1808, doscientos años después

EL Estado de las autonomías es la estructura jurídica que la Constitución de 1978 establece para organizar nuestra convivencia y nace del supremo y libre ejercicio de nuestra soberanía como nación, la que conserva, legitima y defiende, como acaso rara vez durante nuestra milenaria historia, lo que cada uno de sus territorios son de particulares hoy.

Desde 1978, algunos presidentes y gobiernos autonómicos han ido construyendo sus identidades antiespañolas sobre anacrónicas confrontaciones, falsos mitos y supuestos derechos nacionales históricos. Aulas, medios de comunicación pagados por todos y equipos deportivos son sus elementos de legitimación y propaganda. Completados los estatutos de autonomía, no dudan en iniciar forzadas interpretaciones de la Constitución para inventar la necesidad de nuevos estatutos. Dicha actuación es un fraude de ley y abuso de confianza política ya que, en sus territorios, los presidentes autonómicos son la máxima representación del Estado y su garante.

La traición a la confianza de todo el pueblo español se concreta usando fraudulentamente competencias autonómicas para satanizar el Estado en la escasa presencia que va teniendo, y atacando su raíz: la esencia nacional del pueblo soberano que lo legitima. No vacilan en usar un problema de gestión para pedir la independencia... ¿Le concederían la independencia a la veguería de la Ciudad Condal tras la gestión de las obras del Metro de Barcelona en el Barrio del Carmelo?

Mientras, nacionalistas supuestamente moderados se van radicalizando y se muestran siempre muy interesados en ocupar carteras de Educación y Cultura cuando forman gobierno autonómico en coalición. Ahora exigen el reconocimiento explícito de nación. Se veía venir. Ya no sirve ser nacionalidad.

¿Qué hacen los dos partidos nacionales mayoritarios? Ceden competencias del Gobierno central a cambio de estabilidad de sus gobiernos en Madrid. Causas: una organización de circunscripciones electorales y una ley electoral quizá útil en la Transición, pero hoy obsoleta y nociva, convierte a minorías nacionalistas y a sus reyes de taifas en bisagras de la estabilidad del gobierno de una España a la que quieren destruir; unido a una Constitución que, por ambigua en el reparto, posibilita el mercadeo de competencias a cambio de sillones políticos; la falta de mayorías cualificadas para decidir sobre cuestiones angulares; la ausencia de listas abiertas al Congreso y, sobre todo, una falta de estadistas dirigentes que cierren filas en el interés de todos.

Parece que se han olvidado del deber de limitar el poder de las autonomías donde se pueda deteriorar el principio de unidad. Dichos límites derivan del interés general, la igualdad en las condiciones de vida, la unidad de mercado y el principio de solidaridad , que implica lealtad de los entes territoriales menores a un sistema superior que les trasciende y origina.

Mientras tanto, los individuos sucumben a la falacia nacionalista sobre los pretendidos derechos de los pueblos. Estos derechos de pueblos y clases han dado origen al nazismo, fascismo y comunismo y se sustentan en algo tan antidemocrático como la superioridad racial, de clase o intelectual.

Esta realidad llama la atención en el contexto europeo. Se lucha por superar rencores ancestrales, estructuras administrativas costosas e inútiles, armas arrojadizas culturales y religiosas... para hacer al individuo más libre, con la mayor seguridad jurídica posible y un sistema garante que corrija excesos. ¿Por qué independentistas vascos palpitan con una Europa que rechaza sus haciendas forales y con la que tienen mucho menos en común que con el resto de la España que de antiguo conforman?

El pueblo español ha mostrado gran valor en la defensa de la libertad y el imperio de la ley. Las Cortes del antiguo Reino de León son de las primeras de las que se tiene noticia en Europa; Bilbao lo selló con sangre en su Sitio, y Málaga lo blasona en su escudo ("la primera en el peligro de la libertad") tanto como San Sebastián.

Por estos valores, nuestras escuelas teológicas, filosóficas, jurídicas y económicas del siglo XVI y pensadores como Fray Bartolomé de las Casas son reconocidos por pensadores europeos hoy considerados más modernos. Escuelas cuyos tratados humanísticos han puesto el acento siempre en el hecho de que es cada individuo el portador de derechos, obligaciones y libertades y cuyos tratados económicos fueron base de teorías económicas consideradas erróneamente originales.

Nuestro patrimonio político es de los más antiguos de Europa: 9 textos constitucionales o asimilados durante los últimos 200 años; una tradición fuerista de la España medieval y renacentista, y una milenaria herencia codificadora iniciada en la primera España, la hispano-visigoda del siglo VI, cuyos principios de legalidad, seguridad jurídica e igualdad ante la ley que, aunque hoy rudimentarios e incompletos, se adelantaron 12 siglos a las revoluciones francesa y estadounidense.

Recordemos a nuestros antepasados que en 1808, sin rey y al grito de ¡traición!, demostraron al mundo quién era el titular de la soberanía nacional. En la celebración de su 200 aniversario no estaría de más reflexionar sobre los valores en los que se sostiene nuestra sociedad y el trayecto que han recorrido hasta llegar aquí. No tengamos miedo de defender la libertad del individuo, sino de acomodarnos a caciques que se niegan las obligaciones que surgen de y por los compatriotas que en ellos han confiado. No vendamos a anacrónicos reyezuelos lo que siglos, esfuerzo y sangre ha llevado madurar. Y si lo quieren comprar, que propongan directamente al único titular: el soberano pueblo español.

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