El prisma

Javier / Gómez

El maldito dinero

EL dinero, siempre el maldito dinero. Se acaban las vacaciones para millones de españoles y toca volver al trabajo, a la oficina, al taller, al aula, al quirófano, al mostrador, a alguna de las pocas obras que quedan en marcha. La esclavitud moderna del horario, la cita diaria con el atasco matinal, la penitencia de tener que soportar al jefe o a los subordinados -nunca está claro qué es peor, si Escila o Caribdis-, de amortizar con demasiada velocidad la energía positiva que habíamos acumulado tras varias semanas de descanso, de playa, de naturaleza, de isla caribeña o de paisajes de los Alpes.

Aunque hay quien se harta pronto de los suegros y suspira de satisfacción cuando regresa a la rutina laboral, es amplia mayoría la población que estos días sufrirá el síndrome postvacacional. Y todo se reduce a lo mismo: al maldito dinero. A la hipoteca demasiada alta que nunca debimos pedir, a ese coche que quizás no nos hacía tanta falta, a la tarjeta de crédito humeante por tanta compra inútil, a los años de vino y rosas de los que nos hemos despertado con una resaca tremenda. Todos eslabones de la misma cadena que nos agarra por el cuello y los tobillos. Qué sabio aquello de que no es más rico el que más tiene, sino el que menos necesita. O el que menos debe a los bancos.

Nos marchamos de vacaciones con la maleta cargada de buenos propósitos. A la vuelta lo haré mejor, a la vuelta encontraré un trabajo mejor, a la vuelta cambiaré esto y aquello, inconscientes todavía de que estamos tan condenados como Prometeo: los dioses siempre enviarán a la oficina un águila para que te coma el hígado.

El dinero, siempre el maldito dinero. Nos engaña y lo confundimos con la ambición. Nos atrapa y nos obliga a aguantar lo que juramos que nunca aguantaríamos. Y si uno echaba ayer un vistazo a los periódicos, las perspectivas no animan a lanzarse a la aventura, a dejarlo todo y liarse la manta a la cabeza. Los últimos coletazos de la crisis serán largos y salpicarán a muchos.

El dinero, siempre el maldito dinero. La maldita platita que no ganaba con el taxi, empujó de nuevo a la mina, a sus 63 años y con silicosis, a Mario Gómez, el más veterano de los 33 atrapados a setecientos metros de profundidad. Anímese lector, volver al trabajo siempre puede ser peor.

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