Relatos de verano

Jorge Duarte Domínguez

La sal de la vida (V)

Trasudando por mi frente, supliqué:

-Maestro, ¿va a darme la sal? Estoy metido en un aprieto de los gordos, y como vuelva a mi casa de vacÌo estoy acabado.

-Claro que se la voy a dar, Trinidad. ¿Acaso me cree capaz de negar el favor a un prójimo? Pero antes... necesitaría saber por qué es tan trascendente la sal que me pide; quizá de este modo pueda apreciar el valor que le da.

Le conté punto por punto los motivos de que le diera tanta importancia a la sal de los cojones, tras lo cual dijo el Maestro:

-De modo que el colosal negocio que se trae entre manos puede truncarse si no vuelve con la sal... Esto se pone cada vez m·s interesante, ya lo creo que sÌ.

-Está bien, señor Pelegrín -dije, al límite de mi paciencia-. ¿Qué quiere a cambio de la sal? Le daré lo que pida.

El monje pensó la respuesta durante unos instantes, tras los cuales dijo:

-Haremos lo siguiente: plasmaré las condiciones que le impondré en un contrato que ahora mismo vamos a redactar. Trigo podrá sernos muy útil en este menester, dado que ha estudiado Derecho. Nada más firmarlo podrá irse a su casa con la sal. He dicho.

-Por suerte, he traído papel y bolígrafo, Maestro -dijo Trigo, ya recuperado, aunque se rascaba el pecho como si tuviese urticaria. Puso unos folios sobre la mesa y preguntó -: ¿QuÈ contraprestación he de reflejar en el contrato?

-De momento, deja en blanco el precio que ha de pagar el señor Trinidad. En cuanto a la forma jurídica prefiero la donación, es más creíble y discreta que la compraventa.

-Lo que usted ordene, Maestro Pelegrín. Observo que su sabiduría se extiende también al Derecho.

-Pelota -se limitó a responder el monje con expresión asqueada.

Trigo Dorado se enfrascó en su cometido. El Maestro clavó su vista en mi entrecejo y quedó suspenso. Aproveché para realizar algunos ejercicios  de meditación y respiración profunda que aprendéÌ en mi época hippie (sí, fui hippie, prudente lector, por eso los odiaba tanto). En un momento dado el sirviente salió de la casa, según dijo, para ordeñar a las cabras.

Aproveché la ocasión para llevar a la práctica un plan no del todo fraguado y solicité:

-Maestro, ¿le importa que vaya al servicio?

-Claro que puede ir, hijo  -accedió.

Simulando apremio, me dirigí al baño, que estaba junto a la cocina. Me sorprendí al ver, en un habitáculo no mayor que una cabina telefónica, sólo un agujero en el suelo y una pequeña manguera que salía de una de las paredes. No cabía en la mente aseo más simple, por no decir cutre. Sin pensarlo dos veces, me deslicé a toda prisa hacia la cocina, también minúscula y sobria, en la que convivían un triste anafe de carbón, una pileta de barro cocido rica en desconchaduras y tres estantes en una de sus paredes, en uno de los cuales divisé un cuenco de madera del que sobresalÌa una buena montaña de sal. Cogi un puñado generoso y lo guardé en el bolsillo interior de la chaqueta. Volví a entrar en el servicio y accioné la manguera, apuntándola hacia la letrina. Salí del baño con la expresión más inocente que pude aparentar y con una sensación de triunfo comparable a la que sentí cuando logré que anularan de por vida la tarjeta del Corte Inglés de mi querida esposa (compradora compulsiva patológica). Para no llamar la atención me volví a sentar en la alfombra junto a la mesa, bebí un sorbo de mi té y fingí una mueca de zozobra. Consideré imprescindible dedicar unos minutos a hacer algo de teatro y redondear mi estrategia antes de salir por patas.

-Parece usted más relajado que cuando entró en el cuarto de baño -advirtió el Maestro Pelegrín, mientras encendía una varilla de incienso y la pinchaba en un pedazo de cera que había sobre la mesa-. Es como si de repente ya no necesitara la sal que ha venido a buscar, o al menos no con tanta perentoriedad.

-Oiga -le interrumpió, con el debido respeto, hasta aquí hemos llegado. Búsquese a un monigote que le aguante sus gilipolleces y le ría las gracias.

Me levanté impetuosamente y, con vivo nervio, alcancé la puerta de salida. Al intentar abrirla me encontré con la sorpresa de que estaba cerrada con llave.

-¿Qué clase de broma es ésta, señor Pelegrín? Abra la puerta inmediatamente.

-De momento no va a poder ser, querido Trinidad -respondió el monje con la flema acostumbrada-. Me va a permitir que antes haga una apuesta con mi alumno. ¿Qué te juegas, Trigo, a que el pija me ha birlado un puñado de sal?

-¿Usted cree -repuso éste, todo pasmado- que alguien puede ser tan rastrero y descastado como para robarle, después de la pleitesía con que le ha recibido? No dudo de sus palabras, desde luego, pero no entra en cabeza humana...

-¡Qué están diciendo, hostia! -fingí indignarme-¡No le he cogido un puto grano de sal! ¡Abra usted la puerta o la echo abajo a patadas!

-Trae el cuenco de la sal que está en la cocina, Trigo, y una balanza que encontrarás en la segunda estantería -ordenó, sin perder un ápice de compostura-. Vuélvase a sentar y serénese, señor Naranjo. Aunque fuera cierta mi acusación no voy a hacerle ningún daño. Tómeselo como un juego. ¿No le parece divertido?

óNo mucho, la verdad. Me ofende que se dude de mi honestidad.

-Por supuesto, amigo. Sólo le ruego que me conceda un minuto. Después podrá volver a su casa.

Trigo puso la balanza y el cuenco de sal delante del Maestro. Éste colocó unas pequeñas pesas en uno de los platillos y toda la sal en el otro. Tras algunas manipulaciones, expresó:

-¡Ajá! Muy instructiva su visita, señor Naranjo. Ya lo barrunté nada más entrar usted por esa puerta. Toma nota, Trigo, que se avecina una lección sustanciosa. Resulta que en este cuenco había medio kilo de sal exacto, puesto que no lo he tocado desde que lo compré. Ahora sólo pesa cuatrocientos veintisiete gramos. Deduzco de esta sencilla medición, señor vecino, que usted pesa setenta y tres gramos más que cuando entró. Como observará, estoy haciendo un esfuerzo ímprobo por ser diplomático a la hora de llamarle ladrón sinvergüenza.

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