Austerland

“Estamos entrando en Austerland”. Al final de la cuesta estaba Sunset Park y por una de aquellas bocacalles vivía Auster

Hace siglos leí La invención de la soledad, un libro de un autor desconocido del que no sé quién me había hablado. Todavía recuerdo bien algunas escenas de aquel libro. En una, el hijo sorprendido por la muerte repentina de su padre acude a su casa y se encuentra con que su padre –que había vivido solo en sus últimos años– no fregaba los platos sino que los pasaba bajo el grifo y luego los guardaba en la alacena. Y la otra es una escena en la que alguien contaba el asesinato de una mujer, a tiros, a manos de su marido en un remoto lugar de Wisconsin (creo que era Wisconsin). Recuerdo más cosas del libro: cómo el autor velaba el sueño de su hijo recién nacido, en un capítulo que se llamaba El libro de Daniel. También recuerdo citas de Gepetto y de Pinocho. Y una reflexión sobre el diario que el poeta Mallarmé escribió cuando murió su hijo Anatole.

Supongo que ya saben que estoy hablando de Paul Auster y de su primer libro, el libro que todos los buenos críticos que han comentado su muerte –desde nuestro César Romero a José Antonio Montano o Enrique Vila-Matas– han considerado el mejor de Auster. Y lo es, sin duda. Prácticamente me he olvidado por completo de El palacio de la luna y de Tombuctú y de El cuaderno rojo y de Mr. Vértigo (después ya dejé de leerlo), pero ese libro sigue presente en mi vida como si lo hubiera leído ayer mismo. También hay otro libro de Auster, El país de las últimas cosas, que sigue apareciendo en mi memoria cuando menos me lo espero. En esa novela que trata de una sociedad totalitaria en la que todas las cosas que amamos desaparecen sin explicación de nuestra vida está presente el espíritu de la gran Nadezhda Mandelstam. Creo que Auster fue el único autor capaz de escribir algo que estuviera a altura de una de las más grandes escritoras del siglo XX.

Recuerdo una fría mañana de domingo en Brooklyn. Iba dando un paseo en bicicleta con Peggy O’Shea cuando ella levantó la mano izquierda y gritó: “Estamos entrando en Austerland”. Al final de la cuesta estaba Sunset Park y por una de aquellas bocacalles flanqueadas de sicomoros vivía Auster con su mujer Siri Hustvedt. Pedaleé cuesta arriba y me acordé del padre muerto y de la mujer asesinada en Wisconsin y del bebé que se llamaba Daniel. “Estamos entrando en Austerland”. No creo que pueda haber un homenaje más hermoso al legado de un escritor.

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