Un señor de paso

El domingo Europa se jugaba la posibilidad misma de su existencia, severamente amenazada por varios frentes

Para la segunda vuelta, Macron se postula como un señor de paso, como un joven amateur que, sin embargo, ha llegado para salvar a Francia de los ismos: del izquierdismo agreste de Mélenchon, del populismo duro y circunflejo de Le Pen, pero también de ese vago y crepuscular centrismo que Hamon y Fillon habían representado hasta ayer mismo. ¿A quién representa entonces monsieur Macron, aparte de a su propio partido, En Marche!? Uno tiende a pensar que Macron representa un cambio con garantías, un giro conservador, que neutraliza otros giros y deslizamientos de naturaleza incierta. Pero también es probable que Macron sea, sencillamente, la baza europeísta de un país que se ve reflejado con angustia en el espejo curvo del Brexit.

Quiere esto decir que las elecciones francesas, en su primer round, han sido también una validación del proyecto europeo. Una validación muy frágil, como se desprende de los resultados; pero una corroboración, al cabo, de este formidable empeño, de cuya continuidad dependen demasiadas cosas (la Unión Europea es, probablemente, el más ambicioso y extraordinario proyecto del siglo XX). El domingo, pues, Europa se jugaba la posibilidad misma de su existencia, severamente amenazada por varios frentes. No sólo el frente exterior, que ya conocemos todos; sino esa congestión interna que lleva a los europeos a soñar con un cauto gregarismo feudal, y que nos convertiría, quizá, no en la pugnaz Europa de Carlomagno que algunos imaginan, sino en un tembloroso émulo del Imperio Austro-Húngaro. De ahí que uno mire con cierta sorpresa la indiferencia de los españoles ante tal encrucijada. Una indiferencia, no sabemos si fingida, pero en cualquier caso, manifiesta. El domingo, mientras se celebraban los comicios franceses, España entera se hallaba absorta ante el Madrid-Barça.

No diré que aquella situación recordara en modo alguno a la caída de Constantinopla según la explica Runciman. Pero sí que trajo a la memoria lo que cuenta Clark en su Sonámbulos, y que no es sino la inadvertencia y la torpeza con que Europa se abismó en la guerra del 14. Pasado un siglo, uno ve cómo se acumularon los errores, como se multiplicaron las insidias, como se alimentaron los malentendidos, sin que nadie hiciese nada por evitarlos (más bien al contrario), y entonces comprende que las catástrofes llegan así: no con el ruido y el envaramiento de las declaraciones solmenes, sino mientras uno se toma una cerveza.

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