Tribuna

César de bordons

Ansiedad

Mucho peor que la propia Madame de Sévigné fue su gran admirador Marcel Proust, que la superó en todo, dos siglos y medio después

Ansiedad

Ansiedad / rosell

El joven Aldo contemplaba con ansiedad la frontera del Farghestán; inquieto, esperaba el encuentro con Vanessa en los parajes cenagosos de Maremma, la última ciudad de la república de Orsenna; prefigurada por la larga espera de una paz de facto, parece inevitable que estalle la guerra entre las dos naciones inventadas por Julien Gracq para su novela más célebre, El mar de las sirtes. Geógrafos, historiadores y politólogos han estudiado esta obra. ¿Carácter geopolítico del aburrimiento? Muchos nos hemos dejado llevar a acciones estúpidas o desesperadas por la angustia de la espera o para combatir la pura simpleza del olvido. Aldo vive entre dos ansiedades desgarradoras: la del aburrimiento que se deriva de cualquier trabajo, que cuanto más intentemos embellecer más aburrido nos será devuelto por mero contraste entre realidad y ficción cuando abramos los ojos, y la del amor. El lector comprende, porque está metido de lleno en el sueño lúcido de ese país inventado como en una densa nube narcótica, lo inevitable de los acontecimientos, la máquina imparable que un segundo de ansiedad inaugural activa. Nuestras comunicaciones están igualmente inmersas en una nube estupefaciente, creo que cien por cien intransferible, en la que los demás deberían ahogarse como nosotros para comprendernos, pero no pueden. Esto pasa en el amor, pero es mucho más habitual con los amigos; y en los dos casos ni WhatsApp ni el correo son buenos aliados, por seguir con metáforas estratégicas. Arrastrados, como se diría, por la situación o las circunstancias, actuamos con torpeza y siempre hacemos lo que no tenemos que hacer, que en la mayoría de los casos es insistir. El tiro se desvía siempre, porque la diana no está en el campo de nuestra inteligencia, sino en otro, a veces peor, a veces mejor, como pudo comprobar Madame de Sévigné, la gran escritora de cartas francesa del siglo XVII, que le había escrito a su amiga Madame de la Fayette reprochándole que la tuviera olvidada, y que le respondió: “Ay, querida, ¿por qué chilla usted así? Está en la Provenza; las horas las tiene libres y la cabeza todavía más; y el placer de escribir le alcanza para todos. Si yo tuviera un amante que quisiera carta mía cada mañana, rompería con él. No mida nuestra amistad por la escritura, yo la quiero igual no escribiéndole más que una página al mes que usted escribiéndome diez en ocho días”. Uno, cuando es sensiblón como Madame de Sévigné, tiene la esperanza de que la gente que quiere sea como Madame de la Fayette, pero esa esperanza lleva, como se siente solo con imaginarla, la duda. Y también una justificación más o menos escondida, porque al fin y al cabo, Madame de Sévigné no dejó por esto de escribir cartas compulsivamente, sobre todo a su hija, y también a todos sus amigos; así que no sabemos qué es más literario, si el consuelo o la justificación, si debemos dejarnos guiar por la prudencia a la que invita el ejemplo o por el ejemplo mismo.

Mucho peor que la propia Madame de Sévigné fue su gran admirador Marcel Proust, que la superó en todo, dos siglos y medio después. Las cartas de Madame de Sévigné se distinguen por una falta total de anécdotas pintorescas, que es lo que puebla el resto de correspondencias del mundo, y es precisamente eso lo que las hace hoy especiales e interesantes. La duquesa exprime en su escritura la angustia de la separación –su hija, Madame de Grignan, se ha casado y se ha ido a vivir lejos–, bordeando muy a menudo lo que hoy llamamos chantaje emocional. Tratada durante mucho tiempo como una señora que escribía sin más, no dejó de despertar admiración en muchos otros, que desde que sus cartas vieron la luz pública reconocieron en ella a la gran escritora capaz de narrar la inquietud que se apodera del alma cuando nos sentimos solos y cuando el encuentro, las pocas veces que se da, ya no puede satisfacer el deseo porque hemos cambiado y ya no nos aguantamos, o simplemente porque nos hemos ido convirtiendo en personajes muy extraños a través de las cartas, de los mensajes o las llamadas. Esto pasará en A la busca del tiempo perdido, a un nivel abrumador que nos deja un poco impotentes. Proust ya ha conocido medios nuevos, y la angustia a veces viene a través del telégrafo o el teléfono; lo que no lo aleja, sino lo acerca mucho más a su maestra. La gran diferencia, que tanto hace sufrir al narrador, es la fuerza paralizante con que la inmediatez –también la inmediatez del silencio, de lo que nunca ocurre– redobla el amor, la ansiedad y los celos.

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