Tribuna

Manuel gregorio gonzález

Escritor

El obispo Guevara y los tractores

En muy poco tiempo, la expresión “España vacía” pasó a convertirse en “España vaciada”, sugiriendo la existencia de un agente, misterioso y nocivo, que obra contra los intereses virgilianos del agro

El obispo Guevara y los tractores

El obispo Guevara y los tractores / rOSELL

La crisis de los tractores trae a la actualidad una antigua y paradójica disociación: aquella que ha llevado al urbanita ecológico a imaginar una arcadia rural, al tiempo que recela de los habitantes y trabajadores del campo. De hecho, uno de los motivos principales de la protesta ha sido la inadecuación de las leyes comunitarias a las necesidades y prácticas del sector primario. No es, sin embargo, el ecologismo reciente, de timbre apocalíptico, el causante de esta disgregación entre el campo y la ciudad, hoy exacerbada. Como tampoco lo son, lógicamente, agricultores y ganaderos, quienes hoy figuran, en el imaginario popular, como fatales adversarios de la naturaleza. ¿Qué ha sucedido, entonces?

En su Historia del siglo XX, Hobsbawm detalla que la migración masiva del campo a la metrópoli, ocurrida en el siglo pasado, fue un fenómeno de magnitud pareja al Neolítico. Es en el XVI, no obstante, cuando podemos encontrar una primera formulación moderna del problema. Un poco antes, en La nave de los locos de Brant (1494), habíamos visto ya al ejército de mendigos errantes que afligía a los burgos centroeuropeos, retratados por Durero. Sin embargo, es en su Menosprecio de corte y alabanza de aldea (1539) donde el obispo Guevara, consejero del césar Carlos, cronista imperial e inventor del ensayismo, ofrece una avaloración virgiliana del asunto, en la que los cortesanos aparecen como hijos de la tentación y el vértigo, consustanciales a la vida de la urbe. “Que en el aldea son los hombres más virtuosos y menos viciosos que en las cortes de los príncipes”, titula fray Antonio su capítulo VII. Un siglo después, en tiempos de Felipe IV, será el economista Sancho de Moncada quien explique a su rey las causas de este trasvase irrefrenable a la ciudad, que el monarca trataba de invertir infructuosamente. Un trasvase que no viene expresado en términos de melancólica apetencia, como en Guevara, sino en el más lóbrego materialismo: “¿Cómo se podrá obligar a nadie que viva donde muere de hambre, y que no esté donde gana de comer?”.

Causa principal de aquella vasta migración del XVII –pero no solo de ese siglo–, fue la intemperancia climática que devastó los campos y arruinó las cosechas durante lo que hoy se conoce como la Pequeña edad de Hielo, y que Geoffrey Parker consigna, en su magnitud planetaria, en El siglo maldito: clima, guerra y catástrofes en el siglo XVI. Por supuesto, no pueden ignorarse, a este respecto, las guerras de religión que entonces azotaron Europa. A pesar de ello, parece que fue la volubilidad del agro, en aquella hora de atrición, la que movió a los hombres a buscar su ganancia en empleos no sujetos al clima. Vale decir, a buscar su ganancia en la ciudad, cuando la ciudad –la creación más importante del Barroco, la escenificación más ambiciosa del poder de los nuevos Estados, como recuerda Maravall–, está ya en disposición de ofrecerles otras ocupaciones, fruto de nuevas técnicas e industrias, vinculadas, en muchos casos, a los recientes descubrimientos geográficos.

Es fácil comprender, por otra parte, que tras el crecimiento urbano del XVIII (con las ciudades de Londres y Lisboa recién reconstruidas), el arte del XIX considerara a la naturaleza como una fuerza benévola, entrañada en el corazón del hombre. Solo una humanidad alejada de las áridas labores del campo podía concebir esa tierna idealidad, donde incluso la tempestad y el rayo son los transmisores honestos y brutales de un sentimiento puro. Por una misma razón, de carácter inverso, será en aquellas urbes tumultuosas e insalubres del XIX donde Jaspers sitúe el nacimiento de una nueva dolencia: la esquizofrenia.

Si volvemos ahora al agro del XXI, hay un fenómeno, apenas advertido, que explica bien el ensueño y la distancia con lo rural que duerme en el honesto corazón del urbanita. En muy poco tiempo, la expresión “España vacía” pasó a convertirse en “España vaciada”, sugiriendo la existencia de un agente, misterioso y nocivo, que obra contra los intereses virgilianos del agro. Que esto no tenga mucho sentido (¿el vaciamiento total de la España vacía no sería, en rigor, la vuelta del Edén?), no implica, en cualquier caso, que agricultores y ganaderos queden libres de culpa. Antes al contrario. Ambos son el contrapeso material, el áspero andamiaje de la urbe y su voracidad levítica. Y sobre ellos se alza, con llamativa ingravidez, un nuevo Adán sin culpa. Medio milenio de intensa urbanización, cinco siglos de continuo extrañamiento, nos han traído esta visión, en cierto modo ultracorpórea.

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