La mejor descripción del mollete de Antequera se la leí a Mikel López Iturriaga: El amor hecho pan. Sí, es exactamente eso. Recuerdo algunos días, con el coche en marcha desde muy temprano, en plena travesía de la Vega de Antequera, bajo la lluvia, o en medio de una niebla en la que no se ve nada más allá de tus narices, con el estómago vacío hasta que alguien dice para, Bujalance, vamos a desayunar aquí. Y entramos a una venta al lado de la carretera, te calientas las manos con el café, menudo día de perros, y ahí lo tienes, un mollete humeante que partes en dos mitades como si seccionaras litúrgicamente el corazón de un dios antiguo mientras a tu derecha quedan, dispuestos en pequeños cuencos de barro, los ingredientes del sacrificio, la zurrapa, el lomo, el mejor aceite, el buen jamón. Y la venta se convierte en un refugio al que puedes llamar casa: algo grande, generoso y tierno, algo que deja huellas en tus manos como si quisiera no separarse de ti nunca, se te ofrece sin medida. Imaginas a Sancho Panza dejando salir dos lagrimones como buen homenaje ante la presunta indiferencia del estoico Don Quijote, a Gargantúa llevándose tres sacos para picotear luego, a Falstaff pidiendo al tabernero uno con chicharrones en La Cabeza del Jabalí. Ante un mollete se siente uno parte de una familia grande y disfrutona, que prefiere el tiempo parado y los placeres en raciones abundantes. En casa, los desayunos con mollete son especiales, aunque no por ello extraños, como antesala de un día que promete sus mejores galas, por mucho que haya que hacer frente al coronavirus, al Erte o a la derrota del equipo predilecto. Fuera de la provincia de Málaga, la dificultad para encontrarlos llega a ser exasperante, incómoda: el desayuno se convierte en un trámite, una reposición del combustible aséptica y funcional. No hay dones divinos ni trances dionisíacos antes de las diez de la mañana si no hay un mollete de Antequera de por medio. De haberlo conocido, mordido el polvo y perdido el gobierno, el infame Ricardo III habría dado su reino por un mollete.

Me gustan las personas que ven en el pan algo más que un mero acompañamiento en el almuerzo. Quien considera el pan una obra de arte en sí mismo sabe, por lo general, apreciar en su justa medida el valor de las pequeñas cosas y se resiste a dejarse embaucar por los retablos de las maravillas. Recuerdo a una mujer nacida antes de la guerra que regañaba a quienes pegaban pellizcos al pan de manera descuidada, rompiéndolo sin más, por su falta de cuidado: "El pan es el Señor", decía. Pues bien, todo este tributo debido al pan como primer enemigo del hambre desde el neolítico, un gigante hecho de mansedumbre y de cariño expresado a través de las manos, concreta en el mollete sus mayores razones. Ahora, el sello de calidad de la Unión Europea concedido al mollete de Antequera nos alegra a quienes lo sabemos protegido, bien cubierto, con garantías de futuro. Como un patrimonio que seguirá metido en el horno cuando nosotros, pasajeros, ya no estemos.

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