No, esta columna no va sobre la gala de los Goya ni las quinielas previas. Igual quedan cuestiones más fundamentales a las que prestar atención. La Junta de Gobierno Local acaba de aprobar una serie de medidas para limitar la actividad de las casas de apuestas en Málaga: así, estos establecimientos no podrán situarse a menos de quinientos metros de colegios, parques, jardines e instalaciones deportivas, lo que, de entrada, constituye una buena noticia. Cualquier vecino de cualquier barrio que cuente con este tipo de instalaciones en sus calles podrá comprobar hasta qué punto las casas de apuestas devoran todo lo que sale a su paso. Llevan a la ruina no sólo a los incautos que se dejan caer por sus dependencias desde primera hora de la mañana hasta bien entrada la madrugada, también a los comercios cercanos y a cualquier establecimiento de otra índole localizado en el perímetro. Basta con abrir una casa de apuestas para que cualquier entorno que se precie quede degradado de inmediato. La estrategia de las casas de apuestas es clara: se trata de ofrecer sus encantos allí donde los atractivos que pudieran constituir una alternativa son escasos, cuando no directamente nulos. El de los juegos de azar es un sector productivo tóxico: crea muy poco empleo, se sostiene a base del fomento de la ludopatía, alimenta la inseguridad, no genera riqueza ni oportunidades y, por el contrario, devora todo lo que se le pone a tiro. En no pocos barrios han sido los vecinos los que se han movilizado para exigir áreas libres de casas de apuestas, lo que no responde a un capricho gratuito ni a una demonización prejuiciosa, sino a la constatación de que estos centros no traen nada bueno allá donde abren sus puertas. Resulta lógico, entonces, y hasta cierto punto, que el Ayuntamiento, al igual que otras administraciones, decida establecer límites a la expansión del sector porque cuando el mismo atesora más éxito las ciudades tienen mucho que perder y pocas posibilidades de ganar. De manera que en un elemental sentido cívico, urbano, democrático y favorable al desarrollo social, la limitación asignada a las casas de apuestas es bienvenida: es mucha la población vulnerable, no sólo la que corresponde a los jóvenes, ni siquiera a los jugadores habituales, la que queda expuesta y sin protección a la voraz determinación con la que el mundo de las apuestas se asegura de que no volverá a crecer la hierba.

Ya puestos, debería el Ayuntamiento de Málaga reflexionar en torno a la idea de que el florecimiento de las casas de apuestas se debe a la carencia de alternativas y estímulos en los barrios. Cuando se abandona a éstos a su suerte es relativamente fácil que la adrenalina que dispara el juego se convierta en un atractivo difícil de esquivar para muchos que, sencillamente, no tienen otra cosa que hacer. Y cuando se apela al voluntarismo de los vecinos para hacer de los barrios entornos humanos y agradables hay que partir siempre de la evidencia de que todo empeño gratuito tiene un límite. Poner todos los huevos en la cesta del centro significa, de manera directamente proporcional, convertir el resto de la ciudad en una periferia cada vez más masificada, engordada y abúlica. Así que la limitación a las casas de apuestas no servirá de mucho si no se dota a los barrios de más equipamientos culturales, más espacios públicos, más actividades deseables, más zonas verdes y más entornos propicios al encuentro y el crecimiento. Sólo debería darse el trabajo por acabado cuando nadie eche de menos las apuestas.

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