Siempre he disfrutado coleccionando. Los cromos de fútbol eran mi pasión. Ya más talludito y con mayor capacidad adquisitiva, uno emprende proyectos más ambiciosos. Actualmente, imanes, edificaciones representativas de lugares y esos adictivos muñecos funko me tienen bastante entretenido. Ya consultaré a un especialista para que me hable de mi patología (en internet las interpretaciones van desde la ponderación de habilidades sociales e intelectuales hasta las cansinas explicaciones fálicas del psicoanálisis). Las tres tienen un factor común: el tamaño. Todo lo que se reduce produce cierta adicción: los coches de carrera, la ropa de bebé, soldaditos, perfumes...

Mi cuestión es que las dos primeras implican la colección de estampas y viajes. Traerte un imán de Oslo no es sólo un fetichismo, es esa necesidad de mantener vivo un recuerdo que, casi siempre, será difícil de repetir. Puedes volver a Granada o Cádiz, pero ya quisiera yo reeditar mis escapadas a Orlando, Dubrovnik o Santorini. Sucede que mi nevera, como cuenta Tomás García, un día se va a caer para adelante. Y qué decir del poco hueco que queda en mi mueble del minicoliseo, la minicabina londinense o el pequeño Faro de Chania. Pero hay algo que me encanta de esta coleccionitis severa, y es que mis personas más cercanas se ofrecen de manera voluntaria (y a veces sobornada, lo admito) a ampliarla. Un amigo llega de un viaje, te cita para quedar café en el que comentar la jugada y te sorprende con el templo romano de Diana en Évora tamaño bolsillo. O no sólo te trae un imán del lugar en cuestión, sino que te busca uno en el que también aparece un perro de la misma raza que el que vive contigo. Ahí uno se da cuenta de que el valor de la colección no es la exposición o su diversidad; es la cantidad de gente que participa en ella, los lazos que se crean. Por un tiempo, más largo o más corto, alguien ha pensado en ti y en tu colección, ha decidido invertir minutos en tu friqui colección. Así que el alma de esa persona se queda atrapada en el regalo. Cuando lo miras, o lo tocas, ves el lugar donde fue comprado, aunque no hayas estado, y entras en contacto con quien lo compró. Y como las propias figuras o los imanes, tu colección de personas cercanas se va a agrandando. Por supuesto, la deuda que contraes con ellas hace que tú también les recuerdes cuando viajas y les traigas algo. Así es como el término coleccionar, que la RAE define como "formar colección de algo", se anquilosa. Colección es una lección que dos o más personas se dan a sí mismas. No es de extrañar que haya que darle forma de imán a esta magnética manera de relacionarse.

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