Cambio de sentido
Carmen Camacho
¿Bailas?
El fin de las relaciones es un aula de amargo aprendizaje. La pena es una tormenta de arena que no te deja ver más allá. Y según la persona, puede llegar a ser autodestructivo. El paso del tiempo hará que veas con claridad el mapa de tu vida, que allí donde hay una equis marcada sufriste, pero también evolucionaste. Eso sí, bienaventurado el que sea capaz de verlo en ese momento en que te sientes como Artax hundiéndose en el pantano de la tristeza. Tras una ruptura, sacas el látigo y te conviertes en campeón del mundo de autofustigación. Los lugares comunes los empiezas a ver como pequeñas sucursales del infierno, tienes miedo de acercarte a ellos, y mentalmente los vas llenando de esas cintas con las que la policía limita la zona de un crimen. Y desde tu cama de hospital, piensas en cómo estará ella (o él) en la suya. Porque aquí no hay verdugos (siempre hay que trabajar desde la corresponsabilidad), ambos sois víctimas de la misma guerra (acaso la diferencia es que uno se quedó mirando su lanza con sangre en la punta y el otro, el escudo roto).
Las manillas del reloj se convierten en patas de elefante, y el tiempo ahora es de plomo. Y desaparecen muchas de esas rutinas diarias que habían construido nidos sobre los huecos de soledad. Y por ahí vuelve a entrar frío. En la soledad hace frío cuando es de esas que te visita sin llamar a la puerta, nada que ver con la que abrazas, mullida y cálida, para refugiarte de la agitación del mundo que no deja de gritar ahí fuera (debe ser que hay una soledad invernal y otra veraniega).
Tu gente te lanza balizas en forma de café, charla, copa, paseo, una carrera para liberar endorfinas (y tú te acuerdas de todos los memes de los divorciados y los runners), pero tú te resistes a bajar de tu bote en mitad del océano, el traje de náufrago es el que crees que ahora te sienta mejor. Deseas que todo el mundo te pregunte, para no sentirte más solo, pero a casi nadie te sale responderle de verdad. Porque ahora las palabras son como un frac alquilado, algo que necesitas ponerte, pero que sabes que no va a tu medida. No sabes (no se puede) explicar que esas cosas tan especiales que teníais se han roto. Roto como los cristales de los espejos, haciendo un ruido demasiado estruendoso, estallando en cientos de trozos, con ese sentimiento de la espectacularidad que solo tienen la tristeza y los show norteamericanos.
Mientras, todo el mundo te deja en tu buzón el manual de Cómo Salir de Esta. Como si no te lo hubieras leído ya en otras etapas de tu vida, desde la portada a los agradecimientos. Encima te tienes que sentir agradecido con ellos, porque lo hacen con buenas intenciones, cuando lo único que te valdría que te trajeron es un Matrix: la pastillita roja para que volváis a estar juntos, la azul para que ya hayan pasado 6 meses y todo esté superado.
Pero ni rojo ni azul. Tú solo ves el negro. El del pozo en el que te sientes; y a esa mierda se le une que el pozo también es una canción de Izal (ay, Izal). El del túnel cuya luz al final se te antoja imposible (aunque testarudamente te niegas a seguir andando dentro de él para abandonarlo. El de las noches largas donde las agujas salen de entre las sábanas y te traen a un Morfeo manco. Entonces, en ese instante mágico, tan mágico que se hace llamar conticinio, prende una luz. Interior. Un pensamiento, un cabo al que agarrarse. Una puerta que antes no existía. Y que no sabes qué contendrá más allá. Pero sabes que la vas a abrir, antes o después.
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