Fue hace unos 40 años, cuando el Colegio de Arquitectos pelaba por poner a la ciudad en la vanguardia de la movida que se sacudía la caspa de la España franquista. Fue entonces cuando a su Comisión de Cultura se le ocurrió montar en sus instalaciones la performance de un bar de Torremolinos. Por una semana, la galería de arte del Colegio mutó en un garito del Bajondillo y todas las tardes un autobús recogió en la Costa a una nutrida colección de guiris sonrosados a los que se les encomendó completar el decorado bebiendo pintas de cerveza por unas horas.

El Colegio tenía aquellos años la capacidad de adivinar lo que ocurriría en el bar la Herradura del Palo el sábado pasado. Un bar de barrio donde comer un buen menú, en el que J D Meatyard arrancó un concierto de intérpretes variopintos. Al punk escoces, con 12 discos a su espalda y acompañado solamente de su guitarra, le siguió Rory, la versión irlandesa de Joe Cocker. Le acompañaba a la guitarra un francés de la Martinica y un fotógrafo español con la harmónica. Después, un catalán, una cubana, un sueco tocando blus y un canadiense cantando baladas de heavy metal solo podían tener como colofón a un representante de la fauna local que recitara sus propios versos. Tan variado elenco debía tener un público que estuviera a su altura. La fotografía de cualquiera de los allí presentes podría haber inspirado una novela que, recorriendo la geografía de los puertos europeos desde de Noruega hasta el Palo más profundo, se serviría acompañada de las mismas raciones de magro con tomate y pulpo frito que el personal de bar despachaba con la misma compostura que el menú de los martes.

Y todo era normal y nadie estaba fuera de sitio. Porque las ciudades que están realmente vivas generan sus propios eventos fuera de los circuitos institucionales. Cuando esto ocurre, si la dinámica más comercial priva de la vida de sus vecinos a una determinada área, esta aparece en otra. Hace 30 años, este concierto, o lo que fuera que ocurriese en ese bar, se habría producido en un pub de calle Beatas o Madre de Dios. Hoy, en un centro consagrado a las franquicias, es prácticamente imposible una actividad de esta espontaneidad. Una actividad que ya solo puede producirse en las afueras de cualquiera de esas ciudades que han convertido sus centros en alojamientos para las mismas marcas y transmutan al barrio en el Palomolinos de esta década.

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