Ahora, que ando viviendo en los años sesenta de mi existencia, escudriño en los entresijos de la memoria y voy recordando, desde mi niñez, los nombres de los canes que han formado parte de nuestra casa y familia. Han sido muchos y curiosamente, conforme han ido falleciendo, todos de muerte natural, se han ido sustituyendo por otros perros a los que, en muchas ocasiones se les ha nombrado del mismo modo que algún otro anterior. La casa de mis padres, que era de esas casonas grandes de pueblo, que habían sido habitadas anteriormente por otras familias dedicadas a la agricultura, era, en su planta baja, un universo de estancias, patios y jardines que estuvieron dedicadas, antes a cuadras para caballerías y luego a salas de estudio, de juegos y gimnasio para mí y mis seis hermanos, incluso para los amigos de cada uno que venían con nosotros para compartir las tardes de estudio y juegos.

Y hechas las tareas que nos mandaban en los colegios e instituto, merendados ya nos entregábamos, como era de esperar, a mil y un juegos de saltos y de ruidos, acompañados, siempre, de nuestro perro y hasta de otros pequeños animales –palomas, canarios, algún gato ratonero, pequeños ratones negros o blancos y negros, por haberse mezclado con los que escapaban del laboratorio, en la clínica médica de mi padre– chivitos que nos traían del campo, gallinas y gallos –estos muy pagados, siempre, de si mismos– voraces y temblorosos conejos, en fin toda una serie de criaturas que se podía cerrar con algún camaleón, que siempre causó el asombro de cuantos nos visitaban y una muy anciana tortuga de la que supimos, por las monjas del convento de agustinas recoletas que nos la regalaron, que había llegado a aquel cenobio noventa años antes, proveniente de América, traída por familiares de alguna monja que ya no vivía para contarnos las historias que sí corrían, en cambio, por nuestras infantiles cabecitas.

Crecimos en el amor a aquel compendio grande de bichos, cuya compañía era consustancial y natural a nuestra propia existencia. Y fuera de casa, de muchas de las casas de mis amigos, que crecieron de modo parecido y con costumbres similares, estaban los campos, habitados por animales generalmente de gran fuste, tamaño y fuerza. Eran tiempos en los que se labraban los campos aún con yuntas de mulos o de bueyes.

Y los toros en las dehesas, a los que íbamos a mirar en furtivas escapadas al atardecer, figurándonos tener una muleta, llenos de miedo y absoluta admiración y respeto. Y ahora, al cabo de los años, viene este estirado ministrillo Urtasun, hortera de la izquierdita tonta, estirado como el gallo de mi casa, pretendiendo enseñarnos –a nosotros– a amar a los animales. ¿Será payaso? ¿O no?

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