El mejor festín de carne de mi vida me lo di en Samos, una aldea gallega en pleno Camino de Santiago. Cuando me había comido ya media vaca y la poca parte consciente que me quedaba entera suplicaba, por favor, un café y la cuenta, la dueña de la casa, entre la ironía y el escándalo, me acusaba de débil y me incitaba a seguir comiendo. A pocas cosas rindo más devoción que a un choto al ajillo, es lo que hay. De manera que entiendo a Pedro Sánchez cuando replica con su oda al chuletón la recomendación del ministro Alberto Garzón respecto a un menor consumo de carne. Me llama la atención, sin embargo, el modo en que cada argumento lanzado por Garzón, titular de Consumo, obtiene respuestas cada vez más contundentes por parte de los liberales hartos de que los socialistas vengan a decirles qué tienen que comer y cómo, así como de los distintos sectores productivos. Supongo que más de uno suspiró de alivio cuando Elías Bendodo volvió a aprovechar la coyuntura para colgar en redes su foto de la chuleta correspondiente, tal y como hizo con el jamón para protegerlo de un peligro que, tal y como se comprobó después, no era tal. Pero en esta ocasión, ay, Alberto Garzón no ha hecho más que señalar lo evidente. La inútil polémica posterior demuestra hasta qué punto la política es capaz de buscar problemas donde no los hay sólo para mandar callar al oponente a base de las consignas más burdas. No, Garzón no se refería a los chuletones, ni al jamón, ni a la carne consumida en su calidad y frecuencia saludables. Se refería a una maquinaria por la que 53 mil millones de animales son sacrificados en todo el mundo cada año para el consumo humano, con el matiz de que sólo un veinte por ciento de la población mundial consume un ochenta por ciento de ese sacrificio. No hay ni puede haber sistema medioambiental capaz de resistir semejante rendimiento, lo que tiene, ya sólo en términos de consumo energético, consecuencias directas en el cambio climático. Y conviene ir tomándose la cuestión en serio: el calentamiento global ya es una realidad presente por la que mueren un nada desdeñable número de personas cada año. Por más que así lo pretendan los nuevos garantes de la llamada libertad, Garzón no llama aquí al ayuno ni a fastidiar la fiesta, sino al sentido común. A comer carne en la medida en que la necesitamos, según las fórmulas habituales que ya conocemos.

No, el problema no es el chuletón. El problema es la cantidad de productos derivados de la carne, prensados y mal vendidos en supermercados y en cadenas de comida rápida que constituyen la dieta esencial de mucha gente. La respuesta fácil es que estos productos son baratos, pero lo interesante es considerar cómo una correcta educación nutricional puede fomentar otras dietas más saludables, más ricas, con carne y más económica que el popular remedo grasiento. La solución se llama, ciertamente, dieta mediterránea, que garantiza el consumo más equilibrado de todos los productos, incluidos los cárnicos, y cuyo futuro no debe quedar comprometido por alternativas directamente criminales. De modo que, quién sabe, a lo mejor es posible generar costumbres más respetuosas con la salud y con el medio ambiente sin que los ganaderos tengan que verse necesariamente afectados por ello: para empezar, tal vez unos mayores controles de exigencia y una redistribución de los recursos más lógicos y más justos permitirían encauzar la situación en la senda adecuada. Cuanto antes. Ya no hay tiempo.

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