Málaga

Los tiernos alevines de la rebelión

  • Quienes creían que la juventud sólo parecía capaz de movilizarse para exigir la continuidad del 'botellón' pueden ir rectificando l ¿Está la sociedad actual preparada para atender a una generación que reclama una educación pública de calidad? l Sus enemigos más feos son el prejuicio y el clasismo

YA perdí la cuenta de los años que llevamos escuchando que los jóvenes españoles, a los que agruparon bajo el deleznable lema de Generación Ni-Ni (habría que poner grilletes al guionista de televisión al que se ocurrió una cosa tan atroz), son vagos, maleantes, adocenados e incapaces además de pésimos estudiantes. Este discurso ha ido prendiendo en España hasta alcanzar un éxito insospechado. Bastaba que las mismas cabezas huecas de siempre se citaran vía Twitter para improvisar un botellón ilegal porque sí, porque se lo merecían, para darle coba al tema y terminar de meter a todo el mundo en el mismo saco. Los biempensantes del negocio, los mismos que llevan salvaguardando la moral de la reserva espiritual de Occidente desde que el último fusilado cayó en San Rafael, se frotaron las manos y respiraron tranquilos cuando constataron que habían ganado por goleada: ya se sabe que el brío juvenil trae consigo ansias de cambio y éstas no convenían a un radical paradigma conservador imprescindible para albergar la nueva economía. Así fue. Después llegaron el informe PISA y otros mecanismos de evaluación tecnócrata, como un dedito impertinente que llama al hombro, para recordarnos que, mire usted, sus hijos son unos estudiantes horrorosos, suspenden en todas las asignaturas, son incapaces de desarrollar la comprensión lectora, no entienden ni papa de matemáticas, han reducido su lenguaje al formato wasap y no conocen una palabra de inglés. Mientras tanto, en Finlandia y en Suecia, pero mire usted qué maravilla, los niños de ocho años manejan cuatro idiomas y son capaces de resolver los 23 problemas de Hilbert. Esta misma semana, la Unesco, que también confía en los tecnócratas, nos envió con todo su cariño un bonito informe según el cual uno de cada tres estudiantes de Educación Secundaria en España abandona sus estudios. No sé qué muestra hablan empleado para llegar a semejante conclusión, pero basta preguntar a unos cuantos profesores al azar para comprobar que es mentira. Pero todo eso, de nuevo, cala en las conciencias, siempre en la misma dirección. Los pregoneros del desastre se empeñan en comparar el sistema de educación pública en España con otros que reciben tres y hasta cuatro veces más recursos económicos, mientras nuestro amado país sigue vendiendo armas a Colombia a mansalva (sirvan para lo que sirvan) a la vez que reduce al mínimo los recortes en materia de Defensa, y el resumen final es que nuestros estudiantes son unos inadaptados a los que les vendrían bien cinco años de mili. Vivimos una de las mayores falacias de la Historia, pero no es una falacia gratuita: si hace cincuenta años la educación era el privilegio de unos pocos, la mejor manera de desacreditarla ahora que es un derecho para todos consiste en convencer al respetable de que es una verdadera mierda, según todos los números habidos y por haber.

Esta semana, los estudiantes de las enseñanzas públicas, apoyados por padres y profesores, han salido a la calle a exigir una educación de calidad. Una formación sin recortes. Un porvenir sin muros. Esto habrá molestado a quienes habrían preferido que hubiesen pedido otra vez el botellón. Pero esta generación tendrá que hacer frente a muchos obstáculos: el primero y más importante, los prejuicios que el poder tecnócrata, el mismo que nos convence de que la prima de riesgo es algo muy importante, ha sembrado en la sociedad contra ellos; el segundo, el regreso de una sociedad clasista que aspira a recuperar sus privilegios. No es la primera vez que la juventud afronta este reto. No crean que Europa levantó la cabeza tras la Segunda Guerra Mundial gracias al Plan Marshall, sino gracias a los huérfanos que se partieron la espalda para garantizar el futuro. Es hora, de nuevo, de matar al padre. Antes de que el padre nos mate a nosotros.

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