Sostenía Manuel Azaña que Cataluña era la gran cuestión de la política española entre 1900 y 1936. Creía con “profundo, puro y ardiente” españolismo-según sus palabras- en la solidaridad moral de los pueblos hispánicos. Empatizó, como presidente del Gobierno de la República, con las demandas del nacionalismo catalán, veía la autonomía como parte de las libertades españolas y los particularismos nacionalistas como expresión de la complejidad del problema territorial que tenía ya España. Promovió el Estatuto, convencido de que la República fracasaría si no resolvía el problema catalán. Finalmente, en sus lúcidas reflexiones de “La velada de Benicarló” afirmaría que Cataluña le decepcionó amargamente.

Nuestra democracia parece tener una sumisión parecida a la que tuvo, según el que fuera su presidente, la II República con el problema territorial. En este siglo XXI, que avanza cargado de inquietantes amenazas e incertidumbres, después de una legislatura en la que hemos tenido que afrontar las crisis más graves de los últimos cincuenta años, consumimos nuestras energías y nuestro tiempo ensimismados en el mismo problema que ya Azaña consideró el más importante en las primeras décadas del pasado siglo.

Se necesita el apoyo del independentismo catalán y vasco para conseguir la investidura del candidato Pedro Sánchez y evitar ir a nuevas elecciones. Pero una cosa es negociar con los independentistas y otra asumir su relato. Si hoy está sobre la mesa algo tan impensable antes como una amnistía, no es porque el gobierno de Rajoy convirtiese un problema político en un asunto judicial: el conflicto lo judicializaron quienes decidieron desarrollar su estrategia política mediante acciones delictivas e inconstitucionales que acabarían inevitablemente en los tribunales. Lo contrario resultaría impensable en un Estado de derecho mínimamente solvente.

Como sostenía Azaña, se trata de una cuestión política de enorme calado. Pero sería un error creer que asuntos de esa naturaleza política, por muy nobles y trascendentes que sean, no están sujetos a los límites constitucionales. Un error peligroso porque mañana otros podrían, con intenciones que nos parecerían menos nobles, esgrimir igualmente ese principio de soberanía de la política sobre la ley. El PSOE se juega algo más que una investidura en todo esto. Espero que lleguen a un acuerdo que, sobre todo, pueda ser asumido por la mayoría social de nuestro país.

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