Las recientes decisiones del TS y del CGPJ, contrarias a nombramientos propuestos por el gobierno, permiten lecturas distintas e incluso contrapuestas. De una parte, sólo cabe considerar como una prueba evidente de la fortaleza de nuestro Estado de derecho, que una asociación de carácter civil consiga anular un nombramiento del gobierno, mediante un recurso a la sala correspondiente del Tribunal Supremo. De igual forma, se puede deducir que la división de poderes goza de inmejorable salud en nuestro país, cuando el CGPJ informa contrariamente al nombramiento de un Fiscal general nombrado por el ejecutivo. Podemos concluir que ambos hechos desmienten las apocalípticas acusaciones, en España y Europa, sobre fin de nuestro Estado de derecho y de la democracia, de una oposición política y mediática instalada en lo que llama, la historiadora Marta Rebrón, absolutismo del superlativo. Todo parece positivo si nos abstraemos de la realidad del conflicto abierto entre los distintos poderes del Estado: el motivo argüido es la Ley de Amnistía y la mención al lawfare en el acuerdo entre el PSOE y Junts, que también contiene la infame interpretación del independentismo sobre el procés.

A pesar de la beligerancia, ni el Estado de derecho, ni la democracia peligran en nuestro país. Es cierto que las decisiones de uno y otro órgano de carácter judicial son inéditas, pero no es menos cierto que las excepciones se han convertido en regla en nuestros asuntos públicos: la cada vez más compleja aritmética parlamentaria exige forzar líneas -antes no forzadas- que habrá que aceptar siempre y cuando no excedan los límites constitucionales y tenga el apoyo de la mayoría parlamentaria. Pero no es nada nuevo que se fuercen límites. Por ejemplo, la desmedida reacción del CGPJ contra la ley de amnistía, antes de que esta se conociese, dejó ver con transparencia la razón por la que permanecen en sus cargos, tras cinco años de caducidad, los airados vocales: su papel de correa de trasmisión de los intereses del partido que bloquea su renovación. Por supuesto, dichos vocales actúan de esa forma haciendo uso de su sagrada independencia.

Ni gobierno antidemocrático, ni lawfare, pero sí una crisis institucional que las partes no parecen querer parar: una batalla que nadie puede ganar y cuyo final sólo puede conducir a preservar el imprescindible equilibrio entre poderes y contrapoderes de nuestro sistema constitucional.

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