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'Alcarràs', si el sol fuera jornalero

  • Si Verano 1993 (2017) fue la pista inicial de que Carla Simón podría convertirse en una de las miradas más personales y atractivas de nuestro cine, Alcarràs ha llegado al Festival de Málaga para confirmarlo

Uno de los fotogramas de 'Alcarràs'.

Uno de los fotogramas de 'Alcarràs'.

Si Verano 1993 (2017) fue la pista inicial de que Carla Simón podría convertirse en una de las miradas más personales y atractivas de nuestro cine, Alcarràs ha llegado para confirmarlo. Avalada por su triunfo histórico en la Berlinale, la cinta de Simón supone además la buena noticia de su continuidad, ya que figuras con grandes debuts cinematográficos (algunos de ellos certificados en Málaga) se han topado con la barrera de la financiación de segundas oportunidades, o han diluido progresivamente su relevancia entre las producciones televisivas. No parece el caso.

En Alcarràs, la vida corriente de una familia de payeses está a punto de cambiar por la venta de sus terrenos a una empresa de placas solares. Puertas afuera, el film plantea dudas razonables sobre el precio del progreso, así como presenta a las claras que la semilla de la España vaciada empezó a plantarse hace mucho tiempo, cuando la agricultura dejó progresiva y sibilinamente de ser una forma sostenible de ganarse la vida.

El cisma que abre en la parentela enfrentarse al enemigo o unirse a él es el conflicto favorito de una Simón que cincela a sus personajes con bisturí. Durante este final de verano que lo es a su vez de una época, todos se resienten de lo mismo pero cada cual lo hace a su manera y los arcos trazados se revelan a cual más elegante.

Azotados por el mismo temporal, nada tienen que ver los desvelos de Mariona (Xènia Roset), la preadolescente hermana mediana, con los de Roger (Albert Bosch), el mayor de los hijos. Tampoco los de Iris (Ainet Jounou), pequeña de la casa -cuya inocencia guarda ecos de Frida en Verano 1993- con los de Rogelio (Josep Abad), el abuelo, que en su desconexión con los tiempos que corren pretende convencer a los propietarios de la fotovoltaica con una cesta de higos procedentes de la mata plantada por un ancestro. Por su parte, Quimet, como padre de familia, encarna como ninguno el desmoronamiento de un modo de vida que es a su vez parte nuclear de su identidad.

La fotografía de Daniela Cajías eleva el conjunto a cotas de gran cine, tanto en el naturalismo de los exteriores como en las exquisitas puestas en escena dentro de la masía. Para colmo, el guión cuenta hallazgos de la mejor comedia, a menudo -y como suele ser habitual- de mano de los más pequeños, ajenos a su manera al declive de la familia.

La clase destilada por Simón alcanza hasta la última secuencia, en un cierre sublime con guiño a las grandes películas de terror: el miedo es mucho mayor cuando el monstruo queda fuera de plano. Sólo percibimos las miradas de la familia, en especial, de Rogelio, cuya gestualidad contiene más verdad que cuarto y mitad de la Sección Oficial. Terciaba Mariona: “abuelo, esta historia ya me la has contado muchas veces”. “Alguna vez sí, alguna vez”, responde el abuelo. Pero nunca así.

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