“Giselle trata sobre el perdón, la traición, la muerte” anuncia el coreógrafo de la obra a sus pupilos, anticipando todo de lo que abordará en paralelo Las niñas de cristal con un comienzo cercano al thriller.
Irene Solís (María Pedraza) es la bailarina elegida para sustituir a la estrella del Ballet Clásico. Desbordada por la responsabilidad, buscará el apoyo de su compañera Aurora (Paula Losada), que le ayudará a sobrellevar la terrible exigencia que a cada paso le plantea Norma (Mona Martínez), directora del ballet.
Pero lo que comienza como una cinta noir con ecos de Rebeca, o al menos como una marca blanca de Cisne Negro (Darren Aronofsky, 2010) cruzada con Whiplash (Damien Chazelle, 2014), se va desviando progresivamente hacia un melodrama pretencioso, pagado de sí mismo, sobrado de metraje y tan mimado en su estética como tremendamente basto en sus resoluciones.
La finura que, por contra, presentan las secuencias puramente coreográficas -aunque el acabado visual se queda en un extraño medio camino entre la osadía de Leos Carax en Annette y los acabados conservadores del primer Disney- se dilapida al bajar a tierra unos conflictos cuyos mayores puntos de giro suceden hasta en dos ocasiones por accidente.
De la misma manera, los personajes satélites recorren caminos demasiado trazados como la directora implacable a lo Terence Fletcher, la hermana (Iria del Río) relegada al segundo plano dentro de la familia, la madre acomplejada por su propio pasado como bailarina o los corrillos de bandos enfrentados dentro de la propia compañía.
Lejos de acudir al rescate, en los diálogos terminan de saltar las costuras de un producto de despacho (produce Netflix) plagado de sentencias para adolescentes en fase de deslumbramiento, mal del que ya aquejaba A quién te llevarías a una isla desierta (2019), del mismo realizador y también presentada en el Festival.
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