Málaga

'El bizco del Borge': el bandolero de la Axarquía que puso en jaque a la Guardia Civil

Luis Muñoz, 'el bizco del Borge', en una fotografía después de muerto en el depósito de Lucena.

Luis Muñoz, 'el bizco del Borge', en una fotografía después de muerto en el depósito de Lucena. / M. H. (Málaga)

Corría el año 1889 cuando a Luis Muñoz, alias El bizco del Borge, comenzó a agotársele la suerte. En el Puesto de Lucena, a un centenar de kilómetros al norte de la Axarquía, donde se asentaba su banda, cinco jóvenes guardias civiles, con más arrestos que esperanza y más pundonor que lucidez, daban un paso al frente, voluntariosos, para emprender la que podría resultar la operación más importante de sus vidas o, de salir mal, la última: dar caza al bandolero más osado de toda Andalucía. 

Acabar con el forajido, sin embargo, se antojaba una tarea ardua incluso para los más veteranos del lugar, toda vez que sus menesteres rara vez se limitaban, como de la mayoría de los salteadores de caminos se cree, al robo de hacendados, cortijos o personajes de postín que se cruzaran con él. 

Entre sus actos más frecuentes, sin ir más lejos, se encontraban los crímenes contra la Benemérita, que crecían hasta niveles pavorosos y no siempre aparejados a la labor de la rapiña. Bastantes, además, de manera gratuita. La lista la coronan un sargento al que mató por la espalda dentro de un café y a plena luz del día, un desdichado agente al que descerrajó un tiro desde lo alto de una loma por mero antojo o un corneta y un guardia que también cayeron en acto de servicio durante ese mismo encuentro. Tantos, al cabo, que aún hoy continúa siendo el bandido que más bajas ha causado al cuerpo. 

Sucedía que el bizco, desde que llegase a este mundo en un molino de El Borge, según cuenta José Osuna en su libro Hechos Gloriosos de la Guardia Civil, había demostrado grandes aptitudes para la barbarie y pocas para el pensamiento, pues más pronto que tarde se introduciría en la deshonrosa labor del pillaje. Aunque los hombres de los que se hacía acompañar, conocidos como El Melgares y Frasco Antonio -y a los que más tarde se unirían Pepe el PortuguésManuel Vertedor y Antonio Duplas- no se quedaban atrás en ninguno de los sentidos. El primero, oriundo de Algarrobo, había iniciado su periplo delictivo años atrás con el envío de cartas amenazantes con buena prosa, fruto de su vasta educación, a personajes pudientes y que a menudo acababan pagando para evitar líos. El segundo, que era natural de Vélez-Málaga, llegaba al bandolerismo por otras vicisitudes en tanto en cuanto le obligaban a echarse al monte. 

Al bizco, una de las primeras fechorías que se le recuerdan, siendo todavía un bergante de poca monta, fue la que le costó la vida a un tal Chirrina, parroquiano de la zona que, víctima del despecho de la amante del sujeto de marras, informó a las autoridades de su condición. Ni que decir hay que el siguiente encuentro entre ambos se saldaría con la navaja del alborgeño adornando la yugular del chivato. 

A continuación, llegarían los saqueos, los asaltos, los tiroteos, los robos, las huidas… Y los secuestros. Por caso, el que protagonizó la banda al llevarse a Juan Ibáñez, un vecino pudiente de Archidona, para obligarlo a firmar un cheque de 30.000 duros y sustraerle 50.000 más en días posteriores. Al traerlo de vuelta, lo harían saltar la tapia de su cortijo, acto que despistó a dos guardias civiles que esperaban apostados, ocasionando que casi le vuelen la tapa de los sesos al confundirlo con alguno de los malhechores. 

Empero, no todos llegaron a toparse con las correrías del forajido y los suyos de la misma forma, como le pasó a un guarda de fincas de Campillos al que se le acopló la cuadrilla en casa, una improvisación que el otro, ignorante e inocente de lo que allí se cocía, aceptó de buena voluntad. El hospedaje finalizaría con una prueba de tiro a unas naranjas por capricho del bizco y con el anfitrión corriendo por mantenerse vivo después de agujerear una fruta más que su contendiente. 

Al de El Borge, en suma, le son atribuidas decenas de acciones de la misma guisa y que, unidas a sus extraordinarias dotes físicas, acabarían convirtiéndole en personaje temible y leyenda a partes iguales. Sobre él queda escrito que poseía una estatura que pocas condiciones genéticas brindaban en la época, una fuerza propia de un animal y, pese a padecer un acusado estrabismo en los dos ojos, una puntería encomiable empuñando el trabuco y la carabina -sin contar el infortunio de las naranjas-. 

La popularidad de las raterías de la caterva, no obstante, continuó allende a los confines de Despeñaperros. Así lo atestigua, entre otros ejemplos, una carta de un ciudadano cordobés, visiblemente harto de la impunidad de la banda y de la ineficiencia de los beneméritos, que recoge El Imparcial: “Porque -y permítame Vd., señor director, lo vulgar de la frase- esto ya va pasando de castaño oscuro, los cortijos, las chozas, las aldeas, los caminos y los montes de estas comarcas están amenazados por esos dos grandes capitanes, que poco a poco van erigiéndose en dueños y señores de vidas y haciendas por encima de alcaldes y alguaciles”.

E incluso llegó la fama de los bandidos a las altas esferas políticas de la época, tal y como plasma un diálogo publicado en El Heraldo de Madrid, entre el por entonces presidente del Consejo de Ministros, Antonio Cánovas del Castillo -quien, como es vox pópuli, sufría una ligera bizquera-, y el periodista Ramón Melgares: “La Guardia Civil anda persiguiendo a Melgares, mucho cuidado”, dijo con sorna el primero. A lo que el aludido respondió: “También andan buscando al Bizco”.

Pese a todo, como la existencia misma, acabarían surgiendo rencillas y recelos insuperables en la banda: El Melgares resultaría muerto a hachazos por sus compañeros, mientras que Frasco Antonio correría una suerte igual de ominosa. El bizco, por contra, mermado y venido a menos, buscaría refugios tranquilos de mano de amigos que le debían favores en distintos puntos de Sierra Morena. No se conoce si afectado por los trágicos fallecimientos de sus compañeros, por la activa persecución de la que era blanco o por su consabida falta de inteligencia para la planificación. Pero, en definitiva, se decidiría a abandonar el bandolerismo. 

En esos momentos, el azar pondría en su camino a un tipo llamado Juan Corrales, antiguo caballista que tenía por oficio las malas artes, y sobre todo las referidas a la extorsión y a la estafa, actividades a las que se había dedicado durante años usando como tapadera una compañía de cómicos. Los chanchullos, al parecer, fueron del gusto del forajido quien, suma monetaria mediante y sin demasiado que perder, acabaría apuntándose. La empresa, además, implicaba empezar de cero en la capital. 

Pero el bandolero no pudo imaginar que el precio de su huida sería tan elevado y, tras dejar atrás la finca de un viejo conocido que le proporcionó el dinero, cinco jóvenes guardias civiles, sabedores de sus planes por el chivatazo de éste, le dieron caza. Al bizco, de una vez por todas, se le agotó la suerte. 

Tags

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios