El yin y el yang del Festival de las Linternas de Málaga
Situado en el centro de la polémica desde antes de su arranque, parece tener gran tirón entre el público internacional
El alcalde de Málaga pone en manos de los vecinos el Festival de la Linternas

Sostiene el Génesis, ese libro bíblico que comparte nombre con una compañía aseguradora, que debió existir al menos un puñado de justos en Sodoma, aquella ciudad antigua castigada por sus pecados. Qué quieren que les diga: las santas escrituras siempre fueron demasiado ambiguas, como para andar aquí tropecientos años después sacándole punta. Y menos un miércoles rayando la hora de la merienda. Pero en eso se empeñaba un tipo de ADN malaguita, entrado ya en años, que profetizaba dentro del autobús de la línea siete lo que se le venía a la cabeza, ciscándose en la historia completa de la teología. Ni los preceptos de Agustín de Hipona debieron de salvarse. Lo pongo en duda porque me bajé antes, cuando el susodicho pedía a gritos al conductor que llevase aquello con más cuidado, que transportaba personas, no borregos. Muy agudo, desde luego. La escena no fue demasiado agradable, pero no era mal acicate para salir de allí dispuesto a tener una mirada más desprejuiciada, máxime cuando el destino final era uno de los eventos que más discordia está sembrando en la capital en los últimos meses. Sí, lo adivinan: el Festival de Las linternas del Parque del Oeste.
Al mirar al cielo desde el recinto lo único que brillaba sin necesidad de ir conectado a la corriente era el plumaje níveo de unas gaviotas que dibujaban su silueta en la oscuridad a las siete y media de la tarde, un cuarto de hora después del arranque del segundo pase del día. Era difícil mantener la atención en cualquier sitio que no relumbrase a fuerza de gastar vatios, porque para eso está el espectáculo, con figuras luminosas cada pocos metros para acercar la celebración del Año Nuevo chino a los malagueños, sin embargo, suscitaba curiosidad ver cómo los pequeños detalles que se colaban en la imagen la dotaban de un empaque especial sin alterarla, quizá podamos denominarlo feng shui. O no, porque Google no es demasiado claro al respecto.
Superadas unas cuantas figuras, o escenas, como se denominan en el mapa que un trabajador se encargaba de facilitar y explicar a cada cliente en la entrada usando pocas palabras, la tónica general del público fue moverse a su libre albedrío. Lo mismo abrían boca con la escena número cuatro, llamada el ciervo guardián, que hacían una peripecia cartográfica y acababan en el punto diecisiete, la danza de las serpientes, sin ni siquiera coscarse. Porque nadie, al menos que estos ojos vieran, sacó jamás el mapa de su bolsillo. De ahí, seguramente, que la explicación de bienvenida fuese tan corta, y también que quedase acompañada de un "no tienes por qué seguir el orden para entenderlo" apesadumbrado en el que no repararía hasta bastante más tarde.
Aunque lo cierto es que esta insignificante desobediencia civil no es el único problema que ha visto este evento que, como es vox populi, lleva en el centro de la polémica desde antes de su arranque al haberse ubicado en un espacio público que, en total, permanecerá cerrado cinco meses, de los que llevamos unos cuatro, a no ser que se abone una entrada. Las primeras semanas, con todo, los visitantes se aventuraron en masa a las instalaciones; si bien los últimos días, una vez pasadas las navidades, su interés parece haber decaído hasta niveles estrepitosos, con pocas personas disfrutando el espectáculo, según se deja ver en redes sociales. ¿Pero qué se cuece en realidad al otro lado de esas vallas negras que dejan sin visión a quien no apoquina? Pues para eso anduvimos por esos lares, previo pago de 13,50 euros aplicado el descuento por ser residente, en plena cuesta de enero. Eso quizá explique alguna cosa.
Prácticamente nadie va solo, por lo que si se quiere pasar desapercibido, a falta de pareja, lo más sensato es arrastrar a algún amigo o familiar que haga buenas fotos. Porque, punto número uno, nadie se va del festival sin hacerse fotos. Y, punto número dos, mucho menos si se acude en pareja. Aunque eso se da por descontado. "Tú haz muchas, ¿vale?", explicaba una muchacha rubia con gafas y carita angelical a su novio antes de pasarle el teléfono. "No me gusta: mejor que se vea desde aquí y pillas hasta allí", le corregía antes de pasárselo otra vez, con toda la paciencia del mundo, junto a los arcos de la escena ciudad bajo la luna, la número diecinueve. De treinta...
Menos riesgos decidió correr otra pareja, también joven y maqueada, que se hacía hueco entre los asistentes en el entorno del gran dragón que preside el festival portando un trípode, y ahorrándose disgustos, en una demostración de sapiencia digna de filósofo griego, probablemente de la rama de los estetas. Fue en este punto, de hecho, donde se concentraron la mayoría de los flashes, por lo que había que tener precaución para no ser atrapado por ninguno, como el pescador que lanza su caña con cuidado para no enganchar la línea del compañero. Servidor se afanaba en apuntar detalles en su móvil mientras caminaba sin rumbo, con la mugre que flota perenne en el estanque pero que al ser de noche casi no se ve como protagonista, metiéndose a cámara lenta en el plano fotográfico de una mujer. No pasaba nada. Antes de que terminara de escribir la frase, por lo que se ve, ya lo habían perdonado a uno y le pedían en un inglés no nativo que le hiciera una foto con el solicitado dragón.
Los que más disfrutaron de todo el despliegue, del fénix fantasía al barco de los sueños, fueron los más pequeños, que se divisaban correteando de un lado a otro. A excepción de uno que, sabrá Dios por qué, se hacía fuerte en un banco, cortando toda comunicación fluida con adultos hasta que en el tema de conversación se incluía el Fortnite. A la altura de la escena animales exóticos lo que no eran más que intuiciones cogían fuerza hasta convertirse en realidad. El festival tiene (o por lo menos lo tuvo aquella tarde) un gran tirón entre el público internacional veterano. Las alarmas saltaban cuando un grupo de tres extranjeros, de pelo pobre y pasados los sesenta, se paseaba por allí admirando las luces en pantalón corto. También tuvo representación, aunque en otro grupo de visitantes, la tan señera sandalia con calcetín, que portaba una mujer de cabellos cenizosos que andaba a la semejanza del Aquiles de Homero, con los pies ligeros. Y no se quedaba atrás en excentricidades otro ciudadano guiri, con ropas de más alta alcurnia, que paseaba bajo unos árboles cargados de luces led cojeando mientras sostenía una pipa entre sus labios.
A buena parte del público nacional, la fama nos viene por algo, había que buscarlo en el único sitio que olía a sarao. No iba a desplazarse uno, qué disparate, nada más que para ver osos pandas resplandecientes o caracoles que brillan. A partir de las ocho, como bien recordaba la megafonía, tenía lugar una función artística con aire tradicional chino para poner el broche al espectáculo. Transcurrió según lo previsto, con unos contorsionismos imposibles en los que se sostenían unos cacharros con largos palillos o se hacían malabares, que los asistentes divisaban provistos, sólo en algunos casos, de avituallamiento adquirido en unas casetas con pinta de mercadillo navideño desfasado. Y tras ello, ahora sí que sí, hubo que echar mano del mapa para saber cómo salir.
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