Día de las fuerzas armadas De la rendición a la ira

Todos queremos más, y más...

  • Lo que amaneció como una fiesta popular derivó al chasco a medida que cundía la certeza de que no se iba a celebrar el desfile que esperaban muchos · Cada uno llevó la rojigualda a su gusto, y hubo para todos

¿En qué ciudad del mundo se podían ver ayer camisetas del Barça combinadas con la enseña nacional? En Málaga, claro. Y no eran pocos los casos: grandes y pequeños lucían con igual orgullo la camiseta de Messi y la banderita en la mano, con aplastante naturalidad. No importaba. Todo el mundo estaba invitado. Cada uno lució la rojigualda como quiso, o como pudo, pero, inexplicablemente, la mayoría esperaba del evento algo que no estaba previsto que ocurriera y que ni siquiera se había anunciado. La jornada se pareció demasiado a una cita con una chica en la que, conforme avanzan los minutos, se confirma que la presunta no está interesada en uno; en situaciones así, lo más honroso es pagar las copas y salir con la cabeza lo más alta posible, pero ayer muchos no estuvieron dispuestos. Lo cierto es que la situación también tenía delito: ya a las 9:00 las aceras del Paseo del Parque, así como todo el entorno de la Plaza del General Torrijos, estaban ocupadas por incondicionales preparados para no perderse un ápice del magno acontecimiento. Ya ocupaban sus puestos en la primera fila jubilados cubiertos de nostalgia, grupos de señoras con el regusto de los churros en la boca que saludaban a cualquiera ondeando unos extraños molinillos pintados con los colores nacionales, familias vestidas de domingo con niños que comenzaban a mostrar cansancio y padres que aventuraban una eventual desesperación, canis de cabellera rapada y tatuaje en el hombro con la camiseta amarrada al cinturón y cara de como te pases conmigo te raho, playeros insobornables que confiaban en poder darse un chapuzón antes de las 12:00 y turistas con abultada resaca oculta tras sus gafas de sol y tendencia al estatismo, como las Tres Gracias. Con el paso del tiempo, el público fue creciendo en proporción aunque respetando, más o menos, estas coordenadas, siempre bajo la estricta observancia de la Policía y el olor a ajo que sigue gobernando el Parque. La megafonía entonaba sus marchas militares y de vez en cuando alguien gritaba "¡Viva el Rey!" con disposición castrense, como si la Constitución se estuviese firmando allí mismo. Cuando todavía eran las 10:30 no eran muchos los que se daban por aludidos, pero una hora después no faltaba una camarilla de afectuosa concordia que respondía "¡Viva!" al unísono. Ya estaban todos, los que faltaban: más pensionistas que discutían en voz muy alta sobre el castigo idóneo para Carme Chacón, niños que hacían tronar sus trompetas y tambores de juguete mientras correteaban desbocados, adolescentes entre los que se colaban algunas latas de cerveza, señoras y caballeros de porte recto, presunción moral intachable y peinado estricto y sí, más seguidores del Barça. Toda una ciudad rendida de antemano.

Cuando los coches oficiales se acercaron a la gran tribuna instalada frente al Hospital Noble ya no cabía un alma en todo el Paseo del Parque. Los vivas se multiplicaban. Los madrugadores de las primeras filas identificaron a los Reyes en uno de los automóviles y entonces la aclamación fue absoluta. Una bandada de pájaros salió escopeteada de Gibralfaro cuando se produjeron los 12 cañonazos estipulados. Muchos, entonces, mostraban su rabia porque tanta gente no dejaba ver nada; pero menos aún se vería después, sobre todo más allá del Ayuntamiento. Hubo vítores para los Reyes, los Príncipes y sobre todo para la Legión, recibida como el hijo que vuelve a casa por Navidad. Y lo cierto es que muchos, en el Paseo del Parque, esperaban un desfile. Los pasquines en los que se informaba del programa de actos brillaban allí por su ausencia. Y nada advirtió la megafonía al respecto. Justo frente al Ayuntamiento, una mujer se quejaba cuando comenzaba ya la liturgia con honores a la bandera de que la pantalla instalada allí mismo era "estratégicamente demasiado pequeña" (sí, lo dijo así) y de que, con tanta gente, desde atrás no se veían ni aquellas imágenes. "No vamos ni a oler el desfile", remató. "¿Qué desfile?", preguntó un señor de camisa de rayas arremangada. "Qué desfile va a ser, pues el desfile", respondió la anterior. "Que yo sepa, no hay anunciado ningún desfile". "¿Cómo que no?" De inmediato se incorporaron más participantes en el debate. Hasta que algunos reclamaron silencio dada la solemnidad del acto y aquella compostura digna de misa regresó, más o menos. Los playeros que se habían dado un chapuzón o se habían contentado con tomar el sol cumplieron su amenaza y buscaron hueco. Hubo vendedores de latas de refrescos y frutos secos. Entre lo que se veía y se intuía la gente aplaudía y ondeaba sus enseñas a la vez que se contenía en el exigido recogimiento. Hasta que lo que parecía un desfile avanzó tímidamente hasta el Ayuntamiento y luego se disolvió como si nada. Fin de fiesta. Quienes esperaban desde allí hasta la Marina vieron su gozo en un pozo.

La culpa de todo la tuvo la Legión. Entiéndase: sus soldados tienen a la ciudad muy mal acostumbrada. Una señora que no había dudado en pintarse el rostro completo con los colores de la enseña nacional lo dijo bien claro: "Pero si la Legión hace un desfile todos los años y venimos todos a verla... ¿Por qué no lo hacen ahora?" Se daba por hecho que se iba a celebrar un desfile sencillamente porque en Málaga no se entiende una demostración militar sin desfile. En las tribunas, los abanicos se agitaban a la velocidad de la luz y abundaban las expresiones de circunstancia: esto se ha acabado, vamos. Algunos minutos después, tanto el Teatro Romano, como el Museo Picasso (que abrió ayer con entrada libre) y hasta la acampada de la Plaza de la Constitución presentaban una afluencia más bien floja. Todo el mundo en el Parque esperaba más, como cantando "y más, y más, y mucho más..."

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