Pedro Aguilar, el carpintero de cámara del rey del antibiótico
El farmacéutico Bastiano Bergese hizo de la finca de los altos hornos de Heredia su hogar y donó un millón de dólares para crear su fundación de lucha contra el cáncer
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Desde San Pedro (Marbella) se veía la chimenea de la fundición de hierro de la colonia El Ángel, cuando apenas quedaban vestigios de la actividad siderúrgica. Tenía unos 35 metros de altura y Tobalito El Negro, vecino de El Ingenio, se encaramó en lo más alto, y armado con un pico la echó abajo. Le supuso dos semanas de duro trabajo.
Isidro Banús —el sobrino del promotor del conocido puerto deportivo— le había hecho el encargo, que luego se resistía a pagar por considerarlo excesivo.
—¡Que lo cojo por las piernas!, le advirtió Tobalito, y cobró su trabajo.
Pedro Aguilar, que relata este hecho, nació en El Ángel, cuando la finca era una colonia agrícola. En el siglo XIX había acogido una de las primeras ferrerías del país, para luego, ya como terreno agrícola industrial, que le sucedería una fábrica de harina primero, un ingenio azucarero, para más tarde producir las mejores naranjas.
A sus cinco años, a Pedro le sorprendía ver a los coches de gasógeno (el antiguo sistema utilizado en España en los años cuarenta para suplir la escasez de gasolina, que funcionaba produciendo gas combustible a partir de madera o carbón) disparando un chorro de fuego y con la portezuela del depósito de la leña abierta.
Hubo un año de una tremenda sequía. La gente de campo lo achacaba a los aviones de la base americana de Rota (Cádiz), que sobrevolaban causando un gran estruendo, de haber explotado las nubes. Al año siguiente llovió a mansalva, inundó hasta la zona de Cortijo Blanco, cuando aún no estaba construido. El Ángel tenía 200 habitantes, había naranjos, olivos, higueras y ganado. A los 18 años, trabajaba haciendo diferentes servicios en la colonia; me movía en mulas.
Había una carpintería y al lado una fragua. Me gustaba la carpintería y entré a trabajar como ayudante. No había máquinas, todo se hacía a mano. Ahí conocí a Pepito Banús, el sobrino del promotor José Banús, quien me contrató para trabajar en las obras de las casas, puertas y para hacer algunos muebles. Con Banús libraba desde el mediodía del sábado hasta el lunes; eso era un privilegio. La nueva propiedad vendió las vacas suizas, los bueyes castrados y las ovejas. La construcción de los campos de golf aplastó los naranjos.
Con el boom del turismo, la colonia agrícola se transformó en el valle del golf. Todos los destinos turísticos querían ser Mónaco, y José Banús también. Sumó unas mil hectáreas de terreno con la compra de varias fincas entre los ríos Verde y Guadaiza. Su peculiar Mesopotamia quintuplicaba la superficie del reino de ocio monegasco que se propuso recrear. El ambicioso proyecto, además de los campos de golf, incluía hoteles, casino, plaza de toros y puerto deportivo. A la marina, en principio la bautizó con el nombre de la principal finca del proyecto El Ángel, para luego tomar el de su promotor y convertirse en el emblema turístico del municipio.
—A don José no lo conocí, sabía que se quedaba en el hotel y que luego se marchaba, nunca llegué a verlo. Aunque Antonio Correa (un antiguo gobernador de Barcelona) era el jefe de la finca El Ángel, quienes mandaban eran los sobrinos de Banús.
Bastiano Bergese compró La Concepción, la finca donde Manuel Agustín Heredia, el impulsor de la siderurgia en Málaga, levantó un siglo antes los altos hornos de Marbella. Bergese era dueño de laboratorios farmacéuticos en Italia y España. Presumía que con 17 años había recogido algodón en Brasil, que era químico y peluquero.
Había traído la penicilina a España y lo denunciaron. (En los años cuarenta no había penicilina para abastecer a la población y se tiraba del mercado negro). Tenía que pagar una multa de 20 millones de pesetas y le pedían cárcel. Gracias a sus influencias salió libre de todo. Francisco Franco lo quiso condecorar con la Orden de San Fernando por los medicamentos y no pudo porque no era español.
Bergese se había ganado el apelativo de el rey de los antibióticos.
—Yo siempre le llamaba Señor. Cuando se hizo cargo de La Concepción, todo el cortijo estaba abandonado. Necesitaba un carpintero y ahí estaba un servidor. La iglesia había sido incendiada después de desaparecer la fundición; entre los restos de la capilla colgaba un cartelito que decía: 1853, y lo puso en la casa del administrador. El anterior dueño de la finca había sido Antonio Navajas, que se bañaba en un lebrillo. El promotor inmobiliario José María Azumendi había apalabrado la compra de la finca, donde pensaba construir la urbanización Andalucía la Vieja (la sociedad de Banús era Andalucía la Nueva), quitó la otra chimenea, la de los hornos de La Concepción, y levantó un arco de piedras. No consiguió los permisos y abandonó el proyecto. Mientras en la fundición de abajo (El Ángel) solo había escorias y residuos, la de arriba era una maravilla; había una noria, con agua del río.
Bergese trajo máquinas nuevas, excavadoras, y reconstruyó el cortijo. De la iglesia hizo su vivienda. No salía de la planta alta de la antigua capilla, donde tenía su dormitorio y el despacho; abajo estaba el salón, todo estaba hecho con muy buen gusto; Jaime Parladé participó en la decoración. También construyó varias habitaciones para invitados, que nunca nadie ocupó. En el cortijo había siete cuartos de baño. Una piscina, a la que le llamaban el lago, y un salón muy grande.
Se sintió afectado por el proyecto de construcción de la autopista, porque iba a pasar delante de su finca. Venía Alfonso de Hohenlohe, del que era buen amigo, y trataba de calmarlo, de convencerlo de que el trazado no era tan malo. Una vez le trajo fotos enmarcadas de autopistas, las colgó de la pared y le dijo: “¿No crees que está bien?”.
Solo el príncipe Alfonso y yo podíamos pasearnos por la finca día y noche, sin pedir permiso a nadie. Yo me gané su confianza.
Un domingo vi entrar en el comedor, que podría tener unos cien metros cuadrados, a un tío grande bailando: "Lo he conseguido, han desviado la autopista y no me afecta". Bergese tenía influencias hasta con Richard Nixon. Era muy amigo del marqués de Villaverde, el yerno de Franco, que iba a su casa.
Tenía varios cuadros del pintor chileno Claudio Bravo, a quien los reyes Juan Carlos y Sofía le impusieron la Gran Cruz de la Orden de Alfonso X el Sabio, y era amigo de Farah Diba, la ex emperatriz de Irán, a quien legó una casa en la medina de Marrakech (Marruecos). Bergese tuvo como pareja a Pilia, que era la hermana de Claudio Bravo, y le puso a su nombre un apartamento de 500 metros cuadrados. Uno de sus vecinos era Luis Miguel Dominguín, que tenía un piquito extraordinario; le quitó a Pilia. Cuando Lucía Bosé se separó del torero, Bergese había estado un tiempo con ella. Esta no se llevaba bien con el personal; menospreciaba a los criados.
—Vosotros a los cuernos le dais mucha importancia. Para nosotros es indiferente, me decía.
Me aconsejaba que nunca fuera al casino, que era una ruina, cuando Pilia le abandonó, el juego le provocó una crisis económica.
Su última pareja fue Gudrun Bjarnadóttir, Miss Islandia y Miss Internacional 1963, con quien fue fotografiado en un reportaje de la revista París Match.
Al arquitecto estadounidense Bob Mosher, discípulo de Frank Lloyd Wright, le encargó la villa La Ermita, a la derecha de la urbanización Casablanca, un chalé de playa único con un pinar precioso. Allí quiso construir un puerto privado, pero se lo denegaron. Vinieron los técnicos del puerto Los Cristianos de Santa Cruz de Tenerife, estuvieron cuatro o cinco días, pero no era factible.
—¿Sabes una cosa?, tenéis la peor Constitución del mundo, me dijo entonces.
Tenía varios coches, Jaguar; los Rolls Royce los cambiaba cada 700 kilómetros. No le gustaba que se montaran en su coche cuando él no estaba. Yo le decía que era el más rico de Europa; él no lo admitía. Invertía en terrenos; en el cruce de Benahavís tenía la finca Pernet, la compró por 4 millones de pesetas y la vendió por 44 millones. Compraba barato y vendía caro. Una vez íbamos para Ronda y se lamentaba por las acciones de Rolls Royce que se habían venido abajo. Cuando pasábamos por la finca La Baraka de Adnan Kashoggi, se arrepentía de no haberla comprado cuando era de Parladé.
La princesa María Luisa de Prusia, que acudió dos o tres veces a las fiestas que daba Bergese en la finca La Concepción, recuerda al anfitrión como un italiano muy alegre, que trajo a España la penicilina.
Sus reuniones eran muy famosas. Tenía unas pinturas de Claudio Bravo, de señoras muy guapas, con formas de frutas y verduras (al estilo del pintor Giuseppe Arcimbondo, que representaba el rostro humano a partir de flores o frutas) y un mural a la entrada, de un árabe montado en un caballo, que era precioso.
En una fiesta, una señora alemana se quitó los zapatos y se los llevó un perro.
—Llévate a los perros, que son los zapatos de la princesa, le gritó Bergese.
Ni que se llevara el oro, les dije y todos se rieron, recuerda Pedro Aguilar.
Escuchaba todo, había aparatos por toda la casa. El oficinista me enseñó que en la mesa tenía un aparatito y en el interior una batería. Así se enteró de que el anterior administrador estaba liado con una limpiadora y los echó a los dos. Tenía siete u ocho criados y varios coches.
—Esto vale más que la casa, me decía, cuando me enseñó la documentación de la fundición de La Concepción. Recuperó con calor los papeles que estaban pegados por la humedad. Había un documento que contaba que un abogado de un descendiente de Heredia utilizó siete caballos para llegar a Madrid. Iba a defender a su cliente, que se metió en una refriega política, y no llegó a tiempo para salvarle la vida.
Conocí a un empleado de un lavadero de coches, que se encontró con una pareja de suecos que quería montar un concesionario de Volvo en Madrid y el Gobierno le exigía que al frente estuviera un español. Así dieron con Antonio Amil y lo pusieron de socio en el concesionario. La pareja murió en un accidente, y el lavacoches se quedó con el negocio. Quería ser amigo de Bergese, pero este no quería. Tenía un chalé, muy bueno, en la carretera de Istán; mi hermano era su jardinero.
A Antonio El Bailarín, en su casa El Martinete, le hice un vestuario al lado de la piscina; cuando hicieron Puerto Banús, el poniente se llevó todo. La última vez lo vi por San Pedro; ya estaba mayor, lo saludé y me dijo: "Hasta dentro de 20 años". En la casa de Sean Connery también hice alguna chapuza, pero no hablé con él. Ricardo Soriano es a quien más le debe el turismo en Marbella. Puso en pie El Rodeo, el cine y los rastraculos, esas motos bajitas. Era muy mujeriego; a cada una que veía le decía que le regalaba una finca.
Bergese tenía una hija, que no tenía relación con él; decía que le había salvado la vida con la penicilina. Cuando estaba enfermo, me llamaba desde Suiza a las tres de la mañana para hablar conmigo. Tenía el estómago muy hinchado, sufrió un cáncer y se marchó con 73 años, en nada de tiempo se murió. Me propuso ser jefe de la finca La Concepción, pero no acepté por miedo a las envidias; después me arrepentí.
Ante el cónsul de España en París, en 1990 creó la fundación que lleva su nombre, para luchar contra el cáncer en Marbella. Desembolsó entonces un millón de dólares para su puesta en marcha, y se proponía la prevención del cáncer mediante el desarrollo de programas de detección, así como la información e investigación sobre su conocimiento y control.
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