Crítica de Circo

Darwin hace piruetas

El argumento esencial de Totem, el espectáculo creado por el director canadiense Robert Lepage para el Circo del Sol, es la evolución humana. Y lo es en un sentido amplio, mucho más de la mera ilustración (e incluso de la reivindicación que puede entrañar un montaje como el que aquí nos ocupa al otro lado del charco, donde los estándares creacionistas conservan aún un cupo nada desdeñable) hasta abarcar una idea de la misma humanidad expansiva, en plena proyección. La propuesta indaga en los límites naturales de la especie y la posible superación de los mismos (sin desdeñar matices nietzscheanos; de hecho, el discurso crece en altura cuando más nietzscheano se pone) y para ello, claro, se nutre del lenguaje circense con tal de demostrar al respetable hasta qué punto esos corsés pueden ser vulnerados. Uno se pasa las dos horas y media de función poniendo a prueba su percepción para admitir que lo que está viendo es real y está sucediendo ante sus ojos, aunque cueste la mayoría de las veces; pero quizá el verdadero logro de Totem sea la traducción del portento físico que exhalan las acrobacias, equilibrios y contorsiones en un lenguaje plenamente poético (no es la primera vez que Robert Lepage hace teatro a partir del deporte, aunque seguramente nunca había obtenido un resultado tan redondo) que abarca desde los mismos orígenes de la humanidad hasta su futuro cósmico, en una liturgia que parece inspirada por el Arthur C. Clarke de El centinela y La ciudad y las estrellas. El mismo Charles Darwin comparece en escena y termina rejuvenecido (no se alarmen los cazadores de spoilers) a la manera de anuncio preclaro: la evolución no sólo no ha terminado sino que se encuentra en sus inicios, con lo que el futuro entraña un reto tan descomunal como ineludible. Del mismo modo, en su belleza abrumadora, Totem no elude los problemas vinculados a una evolución cada vez más desvinculada del mundo natural en el que la humanidad tiene su origen y su razón de ser; pero lo hace sin caer en el ecologismo primario, aludiendo a un discurso mucho más elevado y al mismo tiempo accesible.

Resulta así digno de mención el modo en que Robert Lepage se ha llevado a su terreno toda una institución como el Circo del Sol con el que seguramente es el montaje más adulto de la compañía (los niños, que conste, se lo seguirán pasando en grande), el más ambicioso en cuanto a desarrollo narrativo sin que se pierda un ápice de fuerza poética. El sello de Lepage está bien presente en los elementos flotantes, como la bóveda esquelética y la rampa central, replegada con insólitas cualidades animales. La hermosísima puesta en escena estimula los sentidos sin avasallarlos, desde la iluminación cargada de intenciones hasta las proyecciones empleadas en sabias dosis (la evocación del mar aporta oxígeno, flexibilidad y amplitud en una delicada multiplicación de los ambientes). En cuanto a los números circenses, ejecutados por medio centenar de artistas de muy diversas nacionalidades, ciertamente su admiración entraña una puesta a prueba de la conciencia: cuesta la misma vida admitir que el ejercicio en los monociclos del quinteto de equilibristas chinas está sucediendo de verdad (no habría estado mal la comparecencia de Newton junto a Darwin para da fe), igual que la presentación de los patinadores o los impresionantes saltos de los cosmonautas sobre sus listones flexibles, por no hablar del homenaje romántico al circo de toda la vida en el dúo de acróbatas en altura. En otro orden de cosas, si en el Circo del Sol los payasos son un elemento imprescindible, los implicados en Totem son soberbios (el número del pescador, con su explícito guiño a Chaplin, es sencillamente histórico). La música interpretada en directo subraya, matiza, complementa y festeja cada acción con acierto y mesura, hasta en clave flamenca. Totem es, en fin, un espectáculo de difícil parangón. La alegría infantil de haberlo visto.

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