Transfiguración de un gran actor
Teatro Echegaray. Fecha: 3 de octubre. Producción: Laboratorio de la Voz. Dirección: Juan Carlos Rubio. Texto e interpretación: Ángel Ruiz. Piano: César Belda. Aforo: Lleno.
Resulta digna de estudio la asimilación (cabría llamarla, con más propiedad, transfiguración) que Ángel Ruiz ha emprendido respecto a Miguel de Molina: si en otros espectáculos de reciente factura (memorable aún el último, visto en el Teatro Cervantes) el intérprete había encarnado al genio de la copla, en esta ocasión al desnudo Ángel Ruiz es Miguel de Molina, y precisamente es la disposición escénica al vacío la que mejor facilita la asunción de identidades con tan feliz resultado. Lo mejor de este nuevo espectáculo es, de lejos, la construcción dramática que Ángel Ruiz hace del mito, virtuoso en los registros, soberano a la hora de transitar entre el estallido y el recogimiento, entre el canto impostado en imposibles agudos y el susurro confesional. Ruiz imprime a su Miguel de Molina el ángel, la gracia (acepten los términos, sí, en sus acepciones teológicas), la sabiduría, la espontaneidad y el acento de una manera de hacer teatro ya extinta; hay aquí, entonces, mucho de arqueología, de exposición genética del mester farandulero a la manera española, pero también una búsqueda reveladora del modo en que aquellas leyes pueden significar en el presente. El trabajo que hace aquí Ruiz es, digámoslo de una vez, una abrumadora lección de interpretación que se degusta en todos sus matices. Y, créanme, son muchos, convenientemente subrayados por el oficio de Juan Carlos Rubio.
Lamentaba hace ya algún tiempo Alfonso Sastre que el público del teatro español ha muerto: el espectador es un cadáver que va al teatro, se sienta, observa lo que le ponen, aplaude cuando tiene que hacerlo y se marcha. Pero había que ver anoche al respetable que llenaba el recién reformado Echegaray (la acústica, aleluya, ha ganado ciertamente en calidad) enfervorizado, chillón, báquico, loco por tirar la chaqueta a los pies del artista. Miguel de Molina al desnudo devuelve la esencia del teatro popular, dando a los amantes del género lo que han ido a buscar. De hecho, es en los pretendidos hallazgos, como el cinematográfico, donde el espectáculo pierde fuerza y verdad a costa de querer parecer innecesariamente distinto, por no hablar de lo ridículo del corto en cuestión. Basta y sobra un gran actor para llenar el corazón.
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