La Baviera Romántica XVIII: Heidelberg
el jardin de los monos
Una maravillosa ciudad que funcionará como punto de regreso
La Baviera Romántica XVII: Rothemburg
Finalizamos nuestro viaje por la Baviera Romántica en una ciudad esencialmente bávara, aunque pertenezca en la actualidad al estado federal de Baden-Württemberg. En esta maravillosa ciudad de Heidelberg (de la que he escrito muchas veces) comenzamos nuestro regreso. Fue un maravilloso punto final.
Heidelberg es una de las ciudades más fascinantes, seductoras y subyugantes de la Europa central. Está considerada como la cuna del romanticismo alemán y alguien la cantó como “la ciudad donde se pierde el corazón”. Tuvo su origen en un campamento militar romano a orillas del río Neckar y aparece documentada por primera vez en 1196 y, en 1386, se funda su Universidad que fue clave en el desarrollo de la ciudad.
Arquitectónicamente la obra más extraordinaria de la ciudad es, sin duda, el castillo. A través de los años se le fueron añadiendo fortificaciones, palacios y edificios administrativos en todos los estilos. El palacio gótico Ruprechtsbau, el edificio de las doncellas, la biblioteca, el edificio renacentista Friedrichsbau, que llama la atención por las esculturas de todos los príncipes electores en su fachada, o el impresionante palacio Ottheinrichsbau, muestra y ejemplo del mejor renacimiento alemán, son las joyas arquitectónicas que constituyen el castillo de Heidelberg. Pero de todas ellas, la famosa “bodega de los toneles” fue la que hechizó a filósofos, novelistas, músicos o pintores, como Goethe, Weber, Hegel, Mark Twain, o William Turner.
En ella se conserva el Gran Tonel (GroBes FaB) que tiene una capacidad de 221.726 litros de vino. Unas escaleras en ambos lados llevan hasta el estrado y, junto a él, en un pequeño pedestal, se encuentra una reproducción del bufón de la corte, Perkeo, que fue nombrado su guardián. A su lado hay un reloj carrillón que suena al tirar de una anilla a la vez que una cola de zorra, que recuerda su oficio de bufón, se mueve. Según la leyenda, Perkeo se bebía diariamente dieciocho botellas de vino y murió un día que se dejó persuadir y bebió un vaso de agua.
La bebida es parte de la idiosincrasia de la ciudad. Goethe, que estaba considerado un sabio (porque almacenaba más conocimientos que alcohol), dijo: “Otros duermen el vino, pero yo lo llevo a los papeles. El que no bebe y no besa está peor que muerto”. Se hace imprescindible recordar aquí la obra de Goethe, Las penas del joven Werther : Werther se enamora de Charlotte que se casa con Albert. Cuando Werther, íntimo amigo de Albert, y Charlotte se besan cometiendo adulterio, el remordimiento lleva a Werther al suicidio. Goethe mitificó la muerte por amor y no hubo joven de esa época romántica que no imitara a Werther. Tanto influyó ese beso mortal que se puso de moda el llamado “beso de Heidelberg”, un bombón de chocolate que suplía al beso en los labios, entonces moralmente proscrito.
La ciudad, que tiene alrededor de 150.000 habitantes está plagada, especialmente en el casco viejo o Altstadt, de edificios históricos de gran belleza arquitectónica, tales como el Palacio de los príncipes electores, del s. XVII, la Haus zum Ritter, que pasa por ser la casa más bella de Heidelberg, a su lado el Museo Farmacéutico, la Plaza del Mercado con la fuente de Hércules, el Ayuntamiento, de 1701 y la imponente iglesia gótica del Espíritu Santo. En la Plaza de la Universidad, tras la Fuente de los Leones, se encuentra la enorme fachada barroca de la Vieja Universidad, espíritu y esencia de la ciudad, alma de Heidelberg. En 1386 el Papa Urbano VI autorizó su fundación al príncipe elector Ruperto I. Éste la dotó de una constitución que anualmente era leída y jurada por los habitantes de la ciudad. En ella se les concedía a profesores, estudiantes, libreros y escribientes el tener escolta gratuita y exención de aduanas e impuestos.
Esto hizo que la Universidad fuese pronto muy conocida y creciese rápidamente. Es muy curiosa la visita de la Cárcel de Estudiantes, en la que encerraban a aquellos que cometían infracciones de alteración del orden público y disturbios nocturnos, provocados mayormente por las borracheras. Normalmente eran 14 días de cárcel, pero si intervenía la policía podía llegar la pena a un mes. Solían estar dos o tres días a pan y agua y después se autorizaba que le llevasen comida de la calle; también podían salir para asistir a las clases de la universidad y podían recibir visitas de los compañeros. O sea, que se lo tomaban de cachondeo. Tal es así que las celdas estaban bautizadas con nombres como “Gran hotel” o “Sanssouci” y los urinarios como “Salón del Trono”. Las pintadas y leyendas de las paredes de la cárcel son murales dignos de contemplarlos atentamente.
Pero el hechizo de Heidelberg es reciproco. La ciudad ha hechizado a filósofos, artistas y visitantes de todo tipo, pero no es menos cierto que muchos de éstos, famosos por sus obras, le han dado a la ciudad parte de ese poder mágico. Cuando se atraviesa el Neckar por el Puente Viejo, se encuentra uno con la Montaña Sagrada, un lugar sobrecogedor donde se encuentra el Paseo de los Filósofos. Recorriéndolo, aparte de unas vistas panorámicas que trasladan el alma al mismísimo Parnaso o a la locura, te encuentras con yacimientos celtas y ruinas de conventos medievales o ¡pasmoso!, con un teatro construido durante el Tercer Reich, inmenso, que hoy en día se usa, entre otros fines, la noche de las brujas (Walpurgis), el 30 de abril, en la que cientos de jóvenes se juntan alrededor de hogueras para bailar, beber y celebrar la entrada de la primavera.
Estudiantes, profesores, filósofos e ilustrados personajes, tras bajar de la montaña sacra o mágica, (no se ha de confundir con la mágica de Thomas Mann que está en Suiza, aunque por ambas sobrevuele el encantamiento del Flautista de Hamelin o se escuche de fondo la ópera Tannhäuser de Wagner), asaltaban las tabernas y dejaban los libros para engancharse al vino, a la recién descubierta “dama verde” (la absenta francesa), o a la bebida por excelencia de los cazadores alemanes, el Jagermeister, hecho con más de 50 hierbas; el “licor de los cuernos” que solía tomar siempre en la sobremesa el Maestro Alcántara. Algunos preferían participar en el ritual de elegir al “rey de la cerveza”, algo que vivió, durante su estancia en Heidelberg, Mark Twain y que nos lo dejó escrito en su libro de viajes Un vagabundo en el extranjero: “El ritual es simple. Los grupos se convocan de noche y beben jarras de cerveza tan rápido como sea posible. Cada grupo lleva la cuenta poniendo un dibujo de Lucifer al lado de cada jarra vacía”. La mayoría de los participantes acababan en la cárcel de estudiantes.
En el café Bukardi de la calle Untere Strasse, Hegel, tras dar buena cuenta de una botella de absenta dijo: “El espíritu es lo real y lo real es el espíritu que se conoce a sí mismo en la realidad”. No lo entendió ni Dios, pero influyó en el pensamiento de Nietzche o Marx, ¡ahí es nada! Y, en el mismo sitio y ambiente, Goethe, dando alas a su amor imposible con Marianne von Willemer, recordaba una popular canción alemana que comienza diciendo: “Yo perdí mi corazón en Heidelberg para siempre”
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