
La ciudad y los días
Carlos Colón
Telebasura, telemanipula
Envío
Podemos despertarnos, a diez mil kilómetros de Sevilla, con el mismísimo campaneo de la Giralda? Si eso sucede es que amaneces un domingo de Pascua en Arequipa. La capital del sur peruano, a dos mil quinientos metros de altitud, la llamada ciudad blanca tanto por su piedra volcánica, tan bella como dúctil para canteros y escultores, cuanto por el predominio en ella de los españoles en medio del mar mestizo e indígena del Perú, es como una isla de presencia hispana, ciertamente ya diluida, en la que a nadie sorprende la irrupción de una tuna entre los veladores del pasaje de la Catedral o, ya en el templo, contemplar una copia exacta del Gran Poder, debida a Antonio Illanes. Más tarde, en la iglesia de la Compañía llegaremos a ver una Macarena que poco debe formalmente a la nuestra excepto el nombre, que tampoco es cosa baladí. ¡Cómo se alza el corazón en el gigantesco monasterio de Santa Catalina, poblado en su día por cientos de dominicas, cuando pasea por las encaladas calles interiores de Córdoba, Sevilla, Burgos o la plaza de Zocodover, se diría que trasplantadas desde Andalucía!
Arequipa, “una pistola apuntando directamente al corazón de Lima”, como la definiera un prócer local, se batió heroicamente contra los “libertadores” y desde entonces fue el bastión de la resistencia frente al centralismo limeño, origen de infinidad de motines y levantamientos, siempre en guardia ante el aplastante peso de la hoy macrourbe de once millones de habitantes. ¡Cuántas veces habrán tañido a rebato las campanas de la Catedral de Arequipa en estos dos siglos desde lo de Ayacucho! Pero el 8 de mayo, como todas las del Perú, tocaron a gloria por la elección del papa León, más peruano que cualquier otra cosa tras sus cuarenta años de misión en el país. Muchas cosas se han dicho desde entonces de Robert Francis Prevost Martínez, pero quizá no se ha reparado suficientemente en su condición de compañero y continuador de los cientos de obispos, de los miles y miles de misioneros españoles que allí le precedieron o con los que ha convivido durante tanto tiempo, protagonistas principales de la implantación en tierras de dificultad inimaginable desde Europa de una Iglesia hoy asediada por el auge simultáneo de cultos vagamente incaicos, del sincretismo y las sectas protestantes. Gloria in excelsis Deo y, como cantara Pemán, “gloria a la Patria que supo seguir sobre el azul del mar el caminar del sol”.
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