EDITORIAL
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LOS actos que se celebraron ayer en el palacio de Oriente y en el Congreso para conmemorar la vuelta de la Monarquía a España tras el fallecimiento del general Franco constituyeron una evocación del espíritu de reconciliación que marcó la Transición. Una Transición que no fue fácil y que tuvo que superar obstáculos de todo tipo, pero que logró el objetivo de devolver, en un plazo de tiempo muy corto, la libertad a los españoles y hacerlos dueños de su destino. Como se encargó de subrayar Felipe VI, la Corona fue el cimiento sobre el que se construyó el edificio de la democracia. Lo hizo por el empeño decidido de Juan Carlos I, al que don Felipe citó en su discurso del Palacio Real recordando pasajes del mensaje que dirigió su padre a los españoles el 22 de noviembre de 1975 en el acto de su proclamación como Rey. Juan Carlos fue el gran ausente de estas celebraciones. Los diversos escándalos que salpicaron su trayectoria durante los últimos años y su residencia voluntaria fuera de España desde 2020 aconsejaron a la Casa del Rey no contar con su presencia en las ceremonias conmemorativas. Se trata de una decisión lógica y explicable, pero que inevitablemente han marcado los actos que se celebraron ayer. A pesar de esta desgraciada circunstancia, sería absurdo ignorar medio siglo después el papel protagonista que tuvo Juan Carlos I en la transformación de un régimen dictatorial en una democracia que permitió, entre otras muchas cosas, la plena incorporación de España a Europa. La promulgación en 1978 de una Constitución que todavía está vigente y que ha amparado la vida en libertad de los españoles durante más de cuatro décadas es la muestra más elocuente de una acción decidida y valiente sin la que no se puede explicar la reciente historia de España. Ese legado es el que deberá quedar fijado en la Historia al lado del nombre del Rey que lo hizo posible.
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