La universidad condenada
Una catedrática de Comunicación y un profesor titular de lo mismo denunciaron a la Universidad Rey Juan Carlos I –que a pesar de su nombre es pública– por su pasividad ante el acoso y maltrato de un jefe de departamento que tenía entre sus deportes favoritos el de insultarlos en público y hacerles la vida imposible. Sólo cuando los damnificados decidieron sacar el asunto de la jurisdicción universitaria, se activó un proceso que ha terminado en condena. La universidad, como el clero y el ejército, parece responder a una jurisdicción distinta donde no se tiene en cuenta la pirámide de Kelsen (que no está en Egipto como creen tantos rectores magníficos), según la cual hay una escala en la jerarquía de leyes y normas, y las resoluciones que adopte una comunidad de vecinos o un departamento universitario no pueden estar por encima del código penal o la Constitución. De ahí que antes de sacar el asunto de esa jurisdicción llena de trampas –inspectores de trabajo que son arqueólogos, por ejemplo, y por lo tanto saben como enterrar corrupciones–, los profesores que han ganado el juicio ahora agotaron las vías que la propia universidad les ofrecía: pamplina todo diseñada para cansar a quien protesta, largo camino que en el 87 por ciento de los casos acaba en archivo de la causa y el resto en tirones de oreja anecdóticos.
Siempre me ha fascinado que lo que se supone que es el lugar de la excelencia, el sitio de los mejores, encargados de impartir conocimiento, investigar, aumentar el índice de preparación de nuestros jóvenes, sea un espejo ustorio que amplifica los males de la sociedad en que ellos viven encerrados en una burbuja por la que el resto de la sociedad no tiene el menor interés. Natural dado los resultados que salen de esa fábrica de generar papers donde sólo de vez en cuando –hay que decirlo en honor de quienes se salvan del clima de angustia, rencor, resentimiento que impera en tantos departamentos– saltan a los periódicos con la buena nueva de que se ha hecho un avance extraordinario que nos beneficiará a todos. Igual que abunda la miseria moral, no es raro encontrarse con gente entregada que no sólo trabaja para alimentar el ego ciego sino que alcanza a generar conocimiento que al transferirse al resto de la sociedad, nos mejora. Pero lamentablemente esos avances no reciben de los medios el tratamiento de primera página que merecen, como tampoco las impúdicas defensas cerradas que muchos centros universitarios hacen de figuras gangrenadas.
En el caso que ha terminado con la condena de la Juan Carlos I, la cosa se ha tenido que alargar durante meses precisamente por la incapacidad de la universidad para resolver conflictos que las autoridades consideraban meros choques personales. Se ve que los jueces no han pensado lo mismo, y si uno lee detenidamente el caso se pregunta cómo es posible que la Juan Carlos I no interviniera, a pesar de que como todas las universidades públicas, en su propia web se le llena la boca con protocolos que garantizan la seguridad de sus trabajadores, la intolerancia ante el acoso y demás palabrería que parece generada por la primera versión de una IA –o la última de un burócrata–. ¿Cómo permitieron que el asunto llegara a la justicia ordinaria? Una vez que esta falló se acogieran al derecho a recursear hasta la derrota final, a pesar de la contundencia de las pruebas –y a pesar de que tan suyo era el condenado, como los acosados. ¿Cómo es que se pusieron de parte del primero (al que ahora han obligado a dimitir o han cesado? ¿Por qué esa necesidad de que los profesores perseguidos tengan que salirse de los órganos de control de las propias?
La sentencia que condena a la Universidad Juan Carlos I es también un aviso para caminantes: está diciéndoles a muchos profesores que si quieren obtener justicia, es mejor no perder el tiempo tratando de pensar que los órganos de control de las propias universidades van a prestarles la menor ayuda porque se inventaron para dilatar los procesos. Está diciéndoles: no pierdan el tiempo con inspectores de trabajo, ordenaciones académicas, recursos humanos, o guardias de la garita. Acudan al juzgado de guardia.
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