Málaga

Metro Tiempo muerto

  • El ex concejal del Ayuntamiento de Málaga traza las claves de la polémica que suscita el proyecto del suburbano y el problema al que se debe enfrentar el PSOE

COMO se hace en baloncesto cuando un partido se complica, el presidente de la Junta ha pedido tiempo en la polémica del Metro. No sólo tiene un problema su gobierno con este asunto, también lo tiene su partido. Como secretario general de los socialistas andaluces le preocupará que el PSOE de Málaga haya quedado relegado a un papel de secundario sin diálogo, en la teatralización de la polémica abierta por su consejera de Obras Públicas. Este proyecto, el más ambicioso acometido en la ciudad, ha sido santo y seña de la gestión socialista en los últimos años y ha ayudado, en cierta medida, a superar el sentimiento de agravio que desde hace años es la principal vitamina electoral de sus adversarios.

En este tiempo muerto que ha pedido el presidente conviene recordar algunas cosas que nos ayudaran a situar el debate en sus justos términos. Se trata de una vieja polémica que va más allá de la discusión actual de arriba o abajo: las famosas palabras del asesor del alcalde, pronunciadas ante el selecto auditorio de la Academia de Ciencias, afirmando que el Metro en superficie tendría que ir parando para recoger los cadáveres de niños, además de una inconveniencia de la que se disculpó, fue una declaración de principios. Resulta muy significativo que el asesor se refiera en esos términos a ese tipo de vehículo y no vea peligro alguno en los automóviles, motos y autobuses que transitan por las vías públicas. La única explicación a tal razonamiento es que ese tipo de transportes sea para el asesor el enemigo que invade un espacio que por derecho natural corresponde al automóvil. No es difícil deducir el modelo de ciudad que tiene este señor en la cabeza.

Aunque a primera vista no parece tener ninguna relación, la salida del asesor me recordó otro famoso comentario, "Don José, me quiere hacer usted una Málaga chata", de un alcalde de los años cincuenta ante el PGOU que redactó José González Edo, un arquitecto de formación europea, ilustrado y humanista. Ambos comentarios expresan la misma idea de modernidad: rascacielos y coches fluyendo por amplias avenidas. Aquel sueño desarrollista que se concretó en nuestra ciudad en el caos, causado por un acelerado crecimiento carente de planificación y en manos de promotores poco escrupulosos, del que, como no podía ser de otra forma, surgió la pesadilla urbanística de la Málaga de las décadas de los sesenta y setenta.

¿Qué tiene que ver esto con el actual debate del Metro? Creo que más de lo que parece. Pedro Aparicio, que fue también un alcalde ilustrado y europeísta, gobernó Málaga durante tres lustros con una indefinible nostalgia de las modélicas ciudades europeas que tanto amaba. Como el tranvía forma parte de ese paisaje urbano, que todos asociamos a la mejor imagen de Europa, propuso esta forma de transporte como una de las soluciones a los complicados problemas de movilidad. Pero, por razones parecidas a las del alcalde de los cincuenta para no querer una Málaga chata, tampoco los malagueños de finales de los ochenta querían una Málaga retro. En la memoria de los más mayores permanecía aún la imagen de los viejos tranvías renqueando por la calles de la ciudad. La propuesta de Pedro Aparicio no tuvo una buena acogida, la idea de que la ciudad debía de organizarse a partir de la jerarquía del automóvil estaba firmemente asentada. Pero eso no desanimó al equipo de gobierno y el gerente de la EMT, Rafael Fernández Barrera, continuó con el encargo del alcalde y, tras diversos estudios, acabó concretando la propuesta en un Metro ligero de superficie. El proyecto siguió acompañado de la polémica, sobre todo por la necesidad de reservar una plataforma exclusiva que suponía un inaceptable inconveniente para el tráfico privado. Cuando finalmente el proyecto estuvo listo para salir a concurso, la Junta de Andalucía, que entonces diseñaba sus consorcios de transportes urbanos, mandó parar. Ya en manos de la Junta, algunos de los que antes criticaron la propuesta empezaron a exigir su ejecución. Sobre todo, un Metro subterráneo como en Sevilla. La Junta, probablemente temerosa de alentar nuevos agravios, se decidió finalmente por el café para todos. Un cambio de criterio que suponía añadir muchos ceros al coste del proyecto original.

Además, mientras el Metro ligero planteado por Pedro Aparicio era un proyecto gestionado por la EMT -lo que probablemente motivó el rechazo de los responsables autonómicos que defendían la incorporación del transporte municipal a los consorcios- el nuevo proyecto se haría al margen de ella. Algo que suponía, y supone, para el Ayuntamiento no sólo correr en el futuro con su correspondiente cuota en los gastos de explotación del Metro, sino con los previsibles problemas financieros de una EMT enfrentada a la fuerte competencia del metro en sus líneas más rentables.

A la vista de lo sucedido cabe preguntarse si realmente fue una buena idea parar aquel proyecto municipal. O si, de haber seguido adelante, sus vagones estarían hoy camino de Australia. Aunque a lo que convendría encontrar respuesta es por qué los tranvías, en sus diferentes modalidades, conviven civilizadamente con tráfico y peatones en algunas de las mejores ciudades del continente. ¿Qué tendrán ellos que no tenemos nosotros? Es una pregunta retórica, claro.

No quiero caer en la tendencia, hoy dominante, de ver el reciente pasado como el infierno del catecismo. Aunque es evidente que el país vivió, cegado por la burbuja, una etapa de optimismo inconsecuente y de confianza injustificada. Todo ello explica que decisiones que ahora, metidos en la negra realidad, consideramos erróneas y desmesuradas, ayer nos perecieran justas y necesarias. Hoy podemos considerar la construcción del Metro una solución desproporcionada a los problemas de movilidad de nuestra ciudad. Es evidente que en estos momentos las cosas se plantearían de forma bien distinta. Especialmente si tenemos en cuenta que, según los cánones utilizados por los expertos, ninguna de nuestras líneas alcanzan el umbral de viajeros a partir del cual resulta aconsejable la construcción de una infraestructura tan potente y costosa. Claro que ese baño de realismo puede inducirnos a ver sólo los inconvenientes y no sus indudables ventajas. Como, por ejemplo, poder liberar algunas vías importantes para el uso peatonal y ciudadano. Frente a la idea hegemónica desde mediados del pasado siglo de someter la ciudad al automóvil, existen ahora en diferentes urbes del mundo experiencias de recuperación para el uso peatonal de espacios hasta ahora consagrados al automóvil. El ejemplo de referencia es la ciudad de Copenhague, pero también podemos encontrar buenos ejemplos en lugares tan hostiles como Manhattan u otros sitios similares. Se trata de recuperar, más allá de los privilegiados y turísticos centros históricos, algunos de esos espacios que entregamos al automóvil, para convertir la ciudad en un lugar más amable y humanizado. Quiero decir con todo esto que corremos el riesgo de que el conflicto impida aprovechar las indudables ventajas del proyecto. No les falta razón a quienes consideran que lo lógico es continuarlo tal y como estaba previsto. Pero no es menos cierto que abordar en las actuales circunstancia lo que probablemente sea la parte más delicada y dificultosa de la obra, también es razón suficiente para replantearlo. La experiencia no invita al optimismo, sobre todo teniendo en cuenta que las diferencias parecen difíciles de salvar. Pero por encima de cualquier otra consideración, debería estar la situación de penuria que nos obliga a ver las cosas de forma bien distinta a como la veíamos cuando todo comenzó. Lo peor que nos puede pasar es que el desacuerdo provoque una situación como en la Sevilla de hace medio siglo, cuando se paralizó la obra del metro por su coste y los túneles construidos permanecieron cerrados durante décadas. Al menos, en esa lejana experiencia, no intentemos imitar a Sevilla.

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