CALLE LARIOS POR PABLO BUJALANCE

A solas (es un decir) con la chica rubia

  • ¿Quién dijo que la actual sociedad malagueña es pasota y desinteresada? l Rosa estuvo firmando discos el otro día en El Corte Inglés y convocó a una legión de seguidores, de todas las edades y condiciones l Más de algún portavoz daría un ojo de la cara por ganar el mismo entusiasmo anónimo

CADA día atravieso calle Larios al menos cuatro veces para ir de casa a la redacción y de vuelta en horario partido, y en tantas mismas ocasiones me abordan en la vía abnegados voluntarios de diversas ONG para solicitar mi afiliación y colaboración. Uno procura tirar de paciencia y se detiene a explicar que ya tiene cubierta su cuota ideal de participación en proyectos solidarios, sea mediante la misma organización promocionada o alguna otra, ya sé, siempre se puede hacer más, me lo pensaré, gracias, pero cuando el mismo día ya han reclamado mis cinco minutos cuatro o cinco jovencitos armados con sus folletos informativos a veces el discurso me resulta cansino y escupo un ignominioso "perdona tengo prisa" por no ponerme a soltar la misma letanía. En estos últimos días parece que ha arreciado (por fin) el otoño y las tardes son más frías, así que no puedo dejar de admirar aún más el empeño de quienes deciden invertir sus energías a pie de calle para convencer al transeúnte de las bondades de su producto, sobre todo cuando presto un poco de atención y casi todo el mundo se hace el sordo. De hecho, miro un poco más a fondo y compruebo que efectivamente casi todo el mundo anda sordo, al menos aislado del mundo exterior, esa cosa que hay ahí. Tanto en el centro como en los barrios el anónimo vulgo se desplaza inmerso en sus teléfonos móviles, sus ipods, sus mp3, sus videojuegos del tamaño de un moleskine y otros artefactos a los que el individuo se conecta mediante minúsculos e imperceptibles auriculares. A menudo soy yo quien llama la atención de algún conocido en la misma calle Victoria, hombre Pepe, cuánto tiempo, y va Pepe y antes de dirigirme la palabra se retira un cachivache de la oreja en el que yo no había reparado, hombre Pablo, estás más gordo, como una tapia. Parece que somos cada vez menos quienes nos interesamos por lo que acontece en la rúa, y de alguna manera, por más que me pese, hay que admitir que parte de razón tienen: esta ciudad se ha puesto soporíferamente aburrida, a no ser que se profese cierta afición a los baches, y con algo habrá que entretenerse. Y ya me explicarán cómo se puede apelar a la vocación altruista del respetable cuando el mismo se pasea absorto en sus músicas o sus chats e inmune al compromiso de los voluntarios. Mi conclusión primera es una perogrullada: las nuevas tecnologías permiten que cada cual lleve encima a perpetuidad su dimensión privada (la casa, el trabajo) mientras, inevitablemente, el elemento público desaparece sin remedio. La calle ya no existe. La quimera de la antigua Roma, que formó a sus ciudadanos en los foros, donde podían discutir sobre cualquier asunto y defender sus argumentos cara a cara, sostenida después por la burguesía medieval de las grandes capitales europeas y por las coloridas plazas que en el Barroco del diecisiete convirtieron a sus usuarios en actores del Gran Teatro del Mundo, ha quedado borrada de un plumazo digital por una generación de sordos. Un sueño de Goya.

Claro, con este panorama los denunciantes de cierta tradicional indolencia malagueña, versión aún más lastimosa de la andaluza, se frotan las manos. Qué habrá sido de Málaga la roja, ahora cada uno va por su cuenta, con sus auriculares bien amarrados y despreocupados de todo lo que suene a compromiso. Pero tendrían que haber visto estos románticos a Rosa esta misma semana firmando discos en El Corte Inglés. Una legión de fans de toda condición (lo juro: niños, chicas con pintas de amas de casa demasiado precoces, señores encorbatados con aires de deber mucho dinero y estudiantes de Derecho) hacían cola para disfrutar su breve momento de intimidad con la chica rubia, un beso, la firma, adiós guapa. Seguramente todos irán hoy escuchando sus respectivos ejemplares convenientemente transformados en simples unidades de memoria por la calle, aislados, con sus auriculares. Pero ¿cuál es el secreto? Más de un portavoz público se lo pregunta. ¿Cómo se puede convencer al sordo de que vote, de que vaya a un museo, de que se preocupe por la educación? Ése es el reto. Posiblemente, todo lo que se parezca a Rosa saldrá mejor parado.

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