Málaga

La ciudad detenida

  • Sólo la inmigración aporta colores nuevos al gran barrio obrero de Málaga, plácido testigo del paternalismo social del siglo pasado, que afronta el envejecimiento de su población y de sus casas como peor factura

Una mujer de unos cincuenta años ataviada con un velo islámico camina del brazo de una señora mayor, enlutada y de cabellera plateada, tocada con la medalla de alguna Virgen en la Plaza de Pío XII. Van conversando animadamente sobre lo mal que está todo. Sus dictámenes son los mismos. Ambas entran a la parroquia de San José Obrero, donde quizá encuentren consuelo espiritual. La iglesia, el tercer templo más grande de la ciudad tras la Catedral y la Mezquita, sigue siendo la columna vertebral de Carranque, el corazón del barrio, punto de encuentro para la población más diversa y verdadera asociación de vecinos. Desde la salida del padre Ángel ya no es refugio de inmigrantes recién llegados, pero el efecto de aquella llamada se deja notar todavía. De nuevo fuera, en la plaza, donde los jardines mantienen su coquetería innata pero el suelo amanece cada día inexplicablemente sucio, se dejan ver desde primera hora de la mañana subsaharianos, latinoamericanos y asiáticos, en busca del jornal y su salario.

Pero quienes se quedan inmóviles, sentados en los bancos de la plaza, son otros: cabizbajos ociosos y solitarios. Algunos pasean a sus perros. No tienen nada mejor que hacer. Allí se mezclan con los alumnos del anexo Centro de Educación Secundaria Santa María de los Ángeles, que revisan sus apuntes o se limitan a dar vueltas mientras devoran sus bolsas de pipas y sus cigarrillos. Cruzan la acera de pronto tres chicas muy rubias y muy altas, nórdicas de pro en tierras mediterráneas, alzadas con sus gigantescas mochilas y calzadas con botas pesadas más propias para el Camino de Santiago, hacia el albergue Inturjoven. Hay una mescolanza fría, melancólica, como de muchos elementos que no se tocan. Algunas tardes, cuando los músicos de la Orquesta Filarmónica de Málaga acuden a la sala de ensayo, frente a la misma iglesia, el paisaje humano adopta tonos más contrastados, próximos a cierto surrealismo. Los jubilados que observan la jugada desde la cafetería de la otra esquina, que lleva ahí toda la vida, guardan silencio interrogante, qué hará esa gente allí dentro. Al lado hay un establecimiento de comestibles, con apariencia caótica pero cálida. También es un clásico de esta plaza. Como la papelería de más allá, tan antigua. Uno imagina ciertos badulaques en La Habana.

Esta estampa viene ocurriendo de la misma manera desde hace décadas. Sólo la incorporación de los inmigrantes ha dotado de nuevas tonalidades el tránsito cotidiano de Carranque. En este barrio obrero, levantado en los años 50 por iniciativa del obispo Ángel Herrera Oria como ejemplo urbanístico del paternalismo social que predicaba entonces, y que fue conocido en su día como la barriada de Franco, la ciudad parece haberse detenido. Quienes lo conocemos bien podemos dar cuenta: nada parece haber cambiado en los últimos veinte años en esta recodo de casas matas, dispuestas como un pequeño pueblo a sólo quince minutos del centro. Desde el Fuerte hasta la Ciudad Deportiva (donde muchos vecinos recuerdan con cariño los partidos y entrenamientos del Mayoral), desde las lindes de la Comisaría hasta el centro de salud, el tiempo parece haber entrado aquí en un agujero del que no quiere salir. La cafetería Mari Loli, junto al mercado, sirve los mismos churros madrileños de hace veinte años. En la acera de enfrente, el Mesón Huesca mantiene su romántica vocación museística desde los 60, y la carta sigue siendo igual de atractiva. Es cierto que algunos comercios han cerrado, y que aquí la crisis también se deja notar. Pero muchos bares siguen abiertos desde antes de la Transición con los mismos luminosos y los mismos personajes sentados en sillas de playa al aire libre, con una cerveza en la mano y ocultos tras gafas de sol, parados como lagartos. En sus puertas todavía pueden leerse carteles improvisados con lemas como Hay caldillo. El mercado reabrió tras su reforma el pasado abril y luce especialmente hermoso y limpio, pero su pequeña atmósfera es la misma de siempre, la de un rincón árabe donde las manos se posan sobre los alimentos de una manera casi religiosa. Si le diera por venir aquí, Jesucristo cogería esta bacalaílla y la multiplicaría por cinco. Dan ganas.

El principal problema que afronta el barrio es su envejecimiento. El mismo atañe a su material humano: el mayor porcentaje de residentes de Carranque se corresponde con sus primeros ocupantes, los trabajadores que encontraron aquí su hogar cuando llegaron de sus destinos interiores en los años 50 a contribuir al desarrollo de la ciudad. Las generaciones posteriores, sin embargo, no se han quedado: la mayoría se instalaron en barrios de creación más reciente en el área de expansión, como el cercano Teatinos. Prueba de ello fue la desaparición del colegio público Virgen del Rocío, que hasta no hace mucho estuvo distribuido en dos módulos en las calles Virgen de la Servita y Virgen del Gran Poder, paralelas a la calle Virgen del Rocío, que articula el barrio desde la misma iglesia de San José Obrero hasta Virgen de la Cabeza. La población escolar fue derivada a otros colegios cercanos, como el Domingo Lozano y el Ciudad de Popayán, y actualmente los viejos inmuebles presentan funciones bien distintas: el primero acoge la sección de obras e infraestructuras de la Gerencia de Urbanismo, mientras que el segundo hace lo propio con la Oficina de Extranjería de la Subdelegación del Gobierno. Los patios donde cientos de chavales se despellejaron las rodillas jugando al fútbol sirven hoy de parkings. Al menos, con esta medida las administraciones han conferido más visibilidad al barrio. Eso sí, el aparcamiento también es aquí un problema: hay coches estacionados, casi amontonados, impunemente en cualquier acera. Y la idílica postal pueblerina se resiente.

El mismo envejecimiento afecta también a las casas, especialmente las de origen social, como las del Fuerte, construido junto al 4 de Diciembre para uso y disfrute de las familias de ferroviarios. Pero también de otras muchas. Hace cuatro años, un centenar de vecinos se manifestaron y cortaron el tráfico en la Avenida de Andalucía para exigir a la Junta la reforma de las viviendas; desde entonces, algunas han sido rehabilitadas, pero otras reclaman una intervención a gritos. Los anuncios de alquileres y ventas adornan los balcones más que las macetas. Pero los precios, a pesar de la antigüedad, no son precisamente módicos: el alquiler de un piso de un dormitorio en el Fuerte puede alcanzar los 600 euros al mes. Aquí, en este último recinto donde sólo los inmigrantes han posibilitado el relevo, la ropa luce tendida al sol en las fachadas junto a las antenas parabólicas y los perros husmean por los columpios. Una vida plácida que se perpetúa y no quiere oír hablar de olvido.

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