Málaga

La ciudad que pudo ser

  • Con sus extensiones inhabitadas, sus contrastes impronunciables y su distancia histórica nunca salvada ni siquiera por la autovía, este distrito se aferra al tiempo y espera formar parte del corazón de Málaga para dejar de ser invisible: sus necesidades así lo exigen

Hay barrios que no se visitan, se viaja a ellos. Llegar hasta Campanillas desde la avenida Ortega y Gasset, la antigua carretera de Cártama, tiene todavía a estas alturas una connotación de odisea: pasadas las rotondas del polígono Alameda, lo que una vez fue Intelhorce se dispone como una extensión apocalíptica plagada de eucaliptos, abandonada a su suerte. Hasta Mercamálaga todo es más y más superficie desierta, salvo ciertas excepciones que acentúan la sensación de aislamiento. Es una mañana calurosa de otoño y mientras uno conduce piensa que éste no sería el mejor lugar para que el coche sufriera una avería. La carretera es un panal de baches: demasiados camiones desde Mercamálaga a diario. Claro que alcanzar el mismo punto desde la Colonia de Santa Inés no resulta mucho mejor, con Los Asperones y un firme de todavía peor calidad. Es cierto, claro, qué haces conduciendo por aquí, tienes la autovía; pero es preferible calcular las distancias desde un carril único, el mismo que durante años se empleó como medio posible para llegar, el mismo por el que, en su mayoría, optan aún los habitantes de Campanillas. Cierta intuición tiende a pensar que este territorio ya no pertenece a la capital, que el Valle de Guadalhorce se ha hecho ya grande entre estos cañaverales. Pero no, la señalización no deja lugar a dudas. En El Tarajal se adivinan algunas urbanizaciones recientes, pero al borde de la carretera todo es igual que en los últimos 30 años, los mismos bares, las mismas ventas, las mismas casas, la misma gasolinera, los restos de la azucarera decimonónica, impertérrita, con su torre monumental. Como si tanto espacio vacío sembrado hubiera tenido sus efectos de conservación permanente.

Cuando en 1487 se incorporó Málaga a la Corona de Castilla tras la Reconquista, la zona de Campanillas quedó bajo su jurisdicción pero los primeros gerifaltes de la ciudad decidieron no repoblarla, sino dedicarla al cultivo y a la cría de animales de carga, por lo que fue arrendada a jornaleros. Sólo se mantuvieron como núcleos poblaciones las propiedades privadas de la antigua alquería. Más de 500 años después, la fisonomía es prácticamente la misma: hay urbanizaciones, el PTA ha modificado notablemente la morfología del área (además de haber añadido una importante cantidad de población flotante cada día) e incluso no pocas familias se han desplazado a este barrio en los últimos años buscando tranquilidad; pero esa ausencia, todo ese suelo exento de material humano que dejó de ser la ciudad que pudo haber sido por una decisión histórica, define todavía este rincón llamado Campanillas. En realidad, a pesar de su carencia de efectos patrimoniales, ese mismo vacío reporta un significado plenamente histórico: los conquistadores castellanos no hicieron más que adaptarse a las circunstancias, ya que el término fue durante muchos años frontera entre cristianos y musulmanes y pocos se atrevían a plantar su morada en una extensión en la que las incursiones enemigas eran frecuentes. Mientras avanzo con el coche, todavía me parece ver en algunos carteles algún lema como Zona peligrosa.

Alcanzada Campanillas como una Ítaca intacta, la sede de Famadesa, con su bulla habitual de clientes que se desplazan a por sus provisiones pertinentes de embutidos, sirve de primer punto de partida. Dirección a la Fresneda, donde una vez el río corría a diario y los domingueros lo pasaban en grande guisando sus paellas. La carretera es tan estrecha como siempre. Se suceden los núcleos, la Huertecilla Mañas (especialmente concurrida en esta mañana gracias al mercadillo), Colmenarejo. Todo son cortijos y kilómetros y más kilómetros de campo cultivado. Hombres que trabajan con sus azadones, caballos en diversas cuadras, una capilla a lo lejos. Se anuncian casas rurales. Algunos cortijos tienen sus puertas abiertas y ofrecen naranjas y mandarinas a bajo precio. El mismo cauce del arroyo, no sé cuánto tiempo hacía que no pasaba por aquí, el bache profundo en la carretera que se hace río, a nadie se le ha ocurrido arreglar esto en décadas. Se filtra un olor de campo, tan lejos, tan cerca.

De vuelta al mismo punto de partida, esta vez corresponde enfilar la calle José Calderón. Se disponen a un lado y al otro comercios y bares, la mayoría abiertos, algunos cerrados y visiblemente abandonados. Conviven en una manzana edificios modernos de tres plantas y casas encaladas de ventanas estrechas y Cristo en la fachada. Una mujer abrigada en extremo que sale de una tienda de moda, cerca del colegio Francisco de Quevedo, ha vivido aquí desde niña: "Estamos muy apartados de todo, es verdad que hicieron la autovía, pero seguimos siendo un pueblo. Las comunicaciones son muy malas, se puede tardar una hora en llegar al centro en autobús". Pronto aparecen las urbanizaciones construidas en los 80 y 90, la biblioteca municipal, la piscina, como en un municipio más del valle. Un joven lee el periódico sentado en una cafetería: "Si alguna vez llega el Metro al Parque Tecnológico será bueno para toda la zona, no sólo para sus trabajadores. Pero mientras tanto, habrá que seguir cogiendo el coche". Y al final, ahí está, como una aparición futurista, el PTA, con su gasolinera, su trajín cotidiano, sus maneras de ciudad autónoma en medio de un terreno salvaje. ¿Por qué no seguir hasta Santa Rosalía? Unos chaveas juegan al fútbol en plena tierra mientras el café servido en la barra sabe a petróleo. Volvemos a casa.

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