Cultura

La épica del lugareño

  • Este año se cumple el centenario de la muerte del malagueño Arturo Reyes, autor de enorme proyección dentro y fuera de España, admirado por Galdós y Valera y vinculado al costumbrismo

Pues sí, ese señor del monumento erigido en el Paseo del Parque frente al Málaga Palacio, el del busto que posa junto a la gitanilla, víctima de tantos actos vandálicos, es el escritor malagueño Arturo Reyes (1864-1913), considerado uno de los máximos representantes del costumbrismo del siglo XIX, heredero por tanto de Estébanez Calderón y Mesonero Romanos, admirado por contemporáneos como Rafael Cansinos Assens, Juan Valera y Benito Pérez Galdós y leído y representado, y mucho, en toda España y buena parte de Latinoamérica, especialmente Argentina y Uruguay. Si hubiera que medir, por tanto, la aportación malagueña a la historia de la literatura española, Arturo Reyes ocuparía uno de los puestos de honor. Sin embargo, como ocurre a menudo, la memoria se revela en este asunto particularmente reservada. Y dado que en este 2013 se cumple el centenario de su fallecimiento, conviene aprovechar la oportunidad para reivindicar y actualizar su recuerdo en el presente.

Nació Arturo Reyes (quien quiera saber más de lo que se va a contar aquí puede acudir al Diccionario de escritores de Málaga y su provincia de Cristóbal Cuevas, Castalia, Madrid, 2002) en El Perchel en 1864. Dos años después, su madre abandonó  el domicilio familiar y huyó a Barcelona, un episodio que marcó a fuego toda la vida del escritor. Después de trabajar como dependiente para Eduardo Loring, de casarse, de comenzar a cultivar las letras y del terremoto de 1884, justo al año siguiente, comenzó una fulgurante carrera como periodista en El Cronista. Tanto fue así que poco después figuró como miembro fundador de la Asociación de la Prensa de Málaga, y ya en 1886 puso en marcha la Academia de Arte y Declamación junto a Narciso Díaz de Escovar, con quien compartió amistad y literatura hasta el fin de sus días. En 1888 publicó en Madrid su primer libro de relatos, El sargento Pelayo, que llamó ya la atención de la crítica. En 1889 pasó a formar parte de la plantilla del semanario El Renacimiento y publicó su primer libro de poemas, Ráfagas, al que siguió en 1891 Íntimas. Aunque cultivó la poesía con igual entrega, fueron los libros de relatos los que le abrieron las puertas del Parnaso español: ¡Está escrito! (1890) y Cosas de mi tierra (1893) le señalaron ya como cabeza visible del código costumbrista, pero la aparición en 1897 de Cartucherita, definido por Cansinos Assens como "nimia obra maestra", y comparado con El sombrero de tres picos de Pedro Antonio de Alarcón, le confirmó como uno de los más audaces creadores literarios de su tiempo. Dos años antes, en 1895, había sido contratado en el Ayuntamiento como auxiliar de contaduría, lo que le permitió desahogar sus penurias económicas (el periodismo no daba entonces para muchas holguras; hoy, lamentablemente, tampoco) y le ató aún más a una Málaga de la que nunca se marchó. Diarios madrileños como El Imparcial y La Época le brindaron ofertas que él, invariablemente, rechazó. 

 

En el mismo 1897 publicó Arturo Reyes su primera novela, El lagar de la Viñuela, elogiada por Menéndez Pelayo y Ortega Munilla. Pero el mayor éxito del autor llegó en 1901 con su tercera novela, Goletera, a cuya presentación en Madrid asistieron Jacinto Benavente, Ramiro de Maeztu, José Ortega y Gasset y Alejandro Sawa. Esta misma obra fue adaptada a la escena por Vital Aza en 1902, en una obra estrenada el 10 de diciembre en el Cervantes. El teatro abrió otra puerta al éxito para  Reyes en España y Latinoamérica, territorio donde también sus novelas fueron muy leídas y que, en la distancia, representó para el escritor una suerte de Arcada consoladora. Sus colaboraciones en la prensa nacional se dispararon, y luminarias de la talla de Benito Pérez Galdós, José María Pereda, Leopoldo Alas Clarín y Emilia Pardo Bazán  elogiaron sus obras en sus críticas. Juan Valera afirmó: "Arturo Reyes puede ponerse ya al nivel de nuestros mejores novelistas y autores de cuentos". En 1911 recibió el Premio Fastenrath (compartido con Ricardo León) e ingresó en la RAE y la Academia de San Fernando. Pero el destino fue implacable y el escritor murió a los 49 años, enfermo, en la Plaza de Riego, hoy de La Merced.

 

La actual depositaria del legado de Arturo Reyes es su bisnieta, María José Reyes, que desde Málaga lucha por mantener viva la memoria de su bisabuelo así como de su abuelo, Adolfo Reyes, autor de los interesantes Ensayos moriscos (1936) y creador del Instituto de Cultura de la Diputación provincial de Málaga. "Cuando Arturo Reyes murió, cerraron todos los teatros de Buenos Aires en señal de luto", relata a este periódico. "Pero hoy está olvidado. Su despacho, por ejemplo, se conservó íntegro en la Sociedad Económica de Amigos del País y después se trasladó al Museo de Artes y Costumbres Populares. Allí puede verse, pero lo tienen muy escondido, lo presentan como despacho de un burgués y además está acordonado. Claro, seguro que se han perdido cosas. Pero si alguien pudiera entrar encontraría documentos muy interesantes, además de postales y cartas que le enviaban escritores como Émile Zola".

 

Con motivo del centenario de la muerte del escritor, María José Reyes trabaja para que las instituciones públicas y los medios de comunicación se hagan eco de la efeméride y contribuyan a la restitución de su figura. Lo más importante, afirma, "es la divulgación de su obra", y recuerda que el Ayuntamiento de Málaga ya reeditó buena parte de sus títulos en 1964 con motivo del centenario de su nacimiento. Mientras tanto, ella custodia los archivos y la correspondencia de Arturo Reyes, disponibles para historiadores y filólogos como Cristóbal Cuevas, dispuestos a ahondar en su testimonio. Y añade: "La obra de Arturo Reyes resulta hoy muy interesante para los malagueños, no sólo por lo literario, también porque en sus libros dejó un retrato fiel de la Málaga que existió en el tránsito del siglo XIX al XX: en títulos como El lagar de la Viñuela reproduce exactamente cómo eran los territorios, los caminos, los lugareños, las casas... Ahí no inventó nada. Quien quiera hacerse una idea sólo tiene que leerlo". Pues eso. Su mundo late aún en sus palabras.

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