Música El nuevo proyecto en solitario del vocalista de Danza Invisible

Pop para despedir una década

  • Javier Ojeda presentó ayer ante un Echegaray repleto sus 'Re-versos', canciones correspondientes a vidas e historias propias y ajenas convenientemente remozadas

Hay quien para hacer balance de la década se sienta y tira de archivo y quien decide pasar directamente a la acción. Javier Ojeda, que en los últimos años está demostrando un envidiable estado de forma a través de diversos proyectos, libro incluido, corresponde al segundo orden. Ayer se plantó en un Teatro Echegaray lleno de amigos (acérrimos unos, curiosos otros) y presentó su última aventura, Re-versos, que tiene ciertamente mucho de balance, de ajuste de cuentas, no sólo de la última década sino, por extensión, de los últimos veinte años. Lo que fuera que ocurriera anoche se materializará en un nuevo álbum grabado ayer en la misma velada, en directo; no es exactamente una muñeca hecha de retales ni un collage, más bien un paisaje hecho de descartes, de deudas y sobre todo de homenajes. A Javier Ojeda le encanta la música, rabiosamente, y su cabeza es de ésas que paren ideas a poco que le plantes un estímulo en las narices. Semejante postura implica dejar muchas cosas en el camino; Re-versos es, si se quiere, la repesca, la prometida oportunidad conservada en la nevera y al fin servida con mucho cariño.

El de Danza Invisible compareció acompañado también de amigos en el escenario: Miguel Paredes (guitarra, bajo y programaciones), Carlos Germade (guitarra), Roberto Cantero (teclados, flauta y saxofón), Paco Vílchez (batería) y Paula Gaviño (coros). La presencia del primero, con su ordenador abierto todo el rato, apuntaba al ya conocido regusto contemporáneo muy en la onda del aficionado global costasoleño, marca Arto Lindsay. Y sí, sonó todo muy moderno, aunque afortunadamente en una proporción más racional y equilibrada de lo que el arriba firmante se temía; lo malo, claro, es que la parca acústica del Echegaray no andaba muy fina para semejantes artilugios programados, y con demasiada frecuencia se optó por subir el volumen más de lo humanamente deseable con el fin de solucionar el entuerto. Pero vaya, que sí, que todos los músicos tocaron muy bien, aunque el instrumento mejor afinado y mejor tocado fue la voz de Ojeda, prodigiosa y pródiga, que, para felicidad del respetable, se dejó muy poco en la guantera.

El repertorio confirmó la orientación pop de Ojeda, su tendencia a convertirlo todo en cosecha propia, a hacer de sus sonidos más emocionalmente implicados, propios o ajenos, carne fresca para un bonito marco contemporáneo. Desde Los posos del café, guiño al oficio, hubo así miradas a Héctor Lavoe (su recreación de De qué tamaño es tu amor se acercó un pelín a Los Fabulosos Cadillacs), Café Tacvba (en plena consonancia con lo anterior), Roberto Carlos con un divertido Amor a la antigua (no hay por qué pedir disculpas, Javier; los inicios del brasileño fueron plenamente rockeros), Bob Dylan (su lectura de Everything is broken fue lo mejor de la noche y devolvió al Ojeda que más de uno estaba esperando) y, claro, Danza Invisible. Un servidor se queda con sus aproximaciones a los versos de Concha Méndez, Vicente Núñez y José María Hinojosa, pero casi todo en estos Re-versos se hace amable. Lo que no es poco, hoy día.

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