Como si ya no hubiera suficiente cansancio de la situación política en Cataluña, estas elecciones han puesto, además, al descubierto, con tristeza, la escasa seguridad y control que los votantes tienen sobre los políticos que van a elegir. Se recuerdan con nostalgia aquellas épocas en las que los representantes de los partidos respondían a unos programas escritos y razonablemente expuestos, a los que se veían, poco más o menos, obligados a atenerse durante la campaña e, incluso, después. Es decir, había que mostrar unas convicciones, declararlas, y comprometerse con el deseo y la voluntad de cumplirlas. Pero, ahora, en estas elecciones, en Cataluña la sorpresa es continua. Si se exceptúan un par de partidos que, cuando menos, se mantienen fieles y fijos a unos principios, en todos los demás se cultiva una elástica y deliberada ambigüedad en los discursos. Táctica tan antigua como la política misma. Exponer o replegarse según el efecto que se quiere causar en los potenciales electores. La palabra ya no compromete de un día para otro, ni hay que sentirse atado a unas convicciones. La nueva ética reinante es la volatilidad y el suspense. Se puede subir o bajar el tono para coincidir con lo que el auditorio quiere oír, porque sería puro quijotismo desperdiciar un voto por ser consecuente con unas ideas. Y así, como saltimbanquis, muchos políticos, cada tarde, desde su mesa lanzan una nueva ocurrencia para contentar hoy a unos y recuperar los disgustados de ayer.
Como consecuencia de esta ambigüedad y oportunismo, el elector bien intencionado desconoce la orientación definitiva que va a tener su voto, convertido casi en voto en blanco, dadas las secretas peripecias a las que el elegido puede someterlo. Que existan volatineros y saltimbanquis entre los separatistas es comprensible, porque sus convicciones políticas son pura comedia, pero es más lamentable contemplarlo en un partido como el de los socialistas catalanes, de cuyo ejemplo y responsabilidad depende tanto el resto de la política española. Por ello sorprende esta renuncia de la dirección del PSOE a clarificar, de una vez por todas, los principios mínimos que deben presidir las actuaciones socialistas en Cataluña. Esta ausencia y dejación -más allá de cuatro frases poco comprometedoras- más que respetuosa con el PSC, puede ser interpretada como síntoma de la deliberada y oportunista ambigüedad también instalada en Ferraz.
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