Hamelín

Mañana, una parte importante de los catalanes querrá seguir sin abonar el óbolo a las fuerzas que han convocado

Se suele emplear la figura de Hamelín, de su flautista, como una metáfora de la seducción de masas. Llega un flautista inspirado, toca una melodía desconcertante, silba un aire popular y único que nos sobrecoge, y allá que vamos todos, como niños, detrás de aquel desconocido que habrá de perdernos. En este sentido, el flautista sería una versión medieval, orlada por la Peste Negra, de aquellas sirenas cuyo canto hipnótico y funesto sorteó Ulises, a la vuelta de Troya, en la Odisea. Y sin embargo, el tema del flautista de Hamelín es otro. El tema del flautista y Hamelín no es la seducción, sino el impago; no es el estupor, sino una irresponsable usura. Los habitantes de Hamelín se condenaron, no por un deslumbramiento inesperado, sino por negarse a pagar el precio de una música, hechicera y terrible, muy superior a sus humanas fuerzas.

Mañana, una parte importante de los catalanes querrá seguir sin abonar el óbolo a las poderosas fuerzas que han convocado. Decía D'Ors, refiriéndose a la arrebatada prédica de Sabino Arana, que "la música no se refuta". Pero esta música irrefutable del nacionalismo tiene un coste y una fisonomía propias, que dista mucho de ese territorio exento, de ese reino ajardinado que anuncian sus exégetas. Con esto no me refiero, como es obvio, a los costes económicos más inmediatos y que ya empiezan a conocerse; me refiero, de manera particular, a la sociedad gregaria, desigual, antimoderna, basada en un ridículo ideal xenófobo, que ello comporta. El precio del pintoresquismo del XIX trasplantado a la sociedad de masas no es otro que éste. De ahí que resulte tan significativo como ilógico oír al señor Puigdemont (o al señor Junqueras o a las mesnadas de la CUP, tanto da) hablar de democracia, de libertad, etcétera, cuando ese coste que se niegan a ver, el precio intolerable del nacionalismo, ya lo están pagando otros.

Mientras no se entienda que una ideología fundamentada en la identidad genera, necesariamente, al Otro, al Inferior, a todas las categorías que agrupan lo amenazador y lo extraño, seguiremos bajo el violento influjo del flautista. Pero basta que reconozcamos cuál es su valor -y cuál su terrible poder-, para que su música se disuelva como una bruma. En este sentido, no es probable que mañana venzan aquéllos que temen al poder magnético y aciago de la flauta nacionalista. Y, sin embargo, el destino de Europa se juega ahí, en esa música vulgar, oscura, acariciadora, infausta.

MÁS ARTÍCULOS DE OPINIÓN Ir a la sección Opinión »

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios