Semana Santa

Y se llama Rocío

  • Los sucesos del lunes no hicieron mella en las ganas de Semana Santa y la jornada de ayer volvió a encontrar las calles llenas, con la Victoria como corazón de la ciudad por un día

Hay quien a su paso ha creído ver nieve, niebla, granizo y demás improbables fenómenos meteorológicos, pero lo cierto es que cuando la Virgen del Rocío alcanzó ayer la calle Larios justo allí, en el cruce con Martínez, se extendía el último haz de luz de la tarde, breve pero pródigo en contrastes. De modo que la imagen encontró una puerta eficaz y significativa para su acceso a la vía principal de la ciudad, ya atestada, donde la muchedumbre aguardaba en pie y en silencio su transcurso lento y mecido por el humano río de los hombres de trono. Hubo saetas desde las ventanas, aplausos a pie de calle y silencios conmovedores a mayor gloria del rito, pero para ver al Rocío en su plenitud había que acudir tras su temprana salida al Altozano, donde llovían pétalos de flores (y también puñados de arroz, que conste, en correspondencia con su categoría de Novia de Málaga), salves, loas y exultaciones diversas con la misma querencia, eso sí, al recogimiento y la piedad interna, en el mismo equilibrio prodigioso de cada Martes Santo. María del Rocío es ahora Coronada, pero no crean, en su barrio la quieren igual. Allí le dieron todas las coronas posibles hace ya muchos años. La plaza de Marcelino Champagnat era ya a las dos de la tarde, una hora antes de la salida, un hervidero de incondicionales dispuestos a no perder detalle, con la chiquillería corriendo por todas partes, los padres abnegados que desistían de intentar frenar a sus vástagos, suministradores de los más diversos avituallamientos, veteranos en comitiva que narraban sus particulares achaques (hoy me duele aquí, ayer me dolía allí, pues a mí me duele más por acá, si yo te contara), parejitas en enternecedora complicidad y hedonistas epicúreos que daban con soberbios platos combinados en el bar que hay junto a la casa hermandad, taco de lomo por la derecha y huevo frito por la izquierda, reservadas las mesas de la terraza desde sabe Dios cuánto tiempo y sin demasiada atención al ayuno cuaresmal a la espera de que se abrieran las puertas y el Nazareno de los Pasos pusiera el primero en dirección a la Cruz Verde. Pero cuando la cruz guía asoma en el esplendor primaveral, y más aún cuando es la Virgen la que conquista su acera, de la mano ayer de la banda de la Archicofradía de la Esperanza, secundada por otro río de promesas silentes que siguen el trono en rigurosa afección, la unanimidad en la atención es absoluta. Hay manos que se cruzan, mocosos elevados en brazos, labios que recitan, índices que persignan, ojos que se cierran, gargantas que claman, bocas que se callan, brazos que se ofrecen, miradas que confluyen hacia el mismo objetivo como dardos lanzados por un Eros piadoso. Resulta difícil encontrar otro emblema con el que Málaga pueda llegar a reconocerse con semejante frenesí. Poco después estará el palio cubierto de pétalos, los coleccionistas de ceras engrosarán sus tesoros y el Nazareno de los Pasos, íntegra en su memoria la fundación de los frailes Mínimos que encontraron allá por el siglo XVIII en el andar del Via Crucis una eficaz conexión divina (trasunto cristiano del revolucionario wanderlust: cuánto más, sin embargo, habían caminado los padres del desierto en el Oriente del imperio para imitar el retiro cuaresmal de Cristo), abrigará en el centro de la ciudad la casa que le es propia. Eso sí, Málaga tuvo ayer su corazón en el barrio de la Victoria: cuando el Rocío desplegaba sus últimas esencias, el Rescate brindaba ya su monumental salida en la calle Agua y el tiempo prodigaba más historia, siglos de tránsito y devoción, el presente de la vieja necrópolis nazarí, junto a la mezquita en la que otros malagueños rezaron antaño a otro Dios, tal vez el mismo.

Y es que ninguno de los que llenaban la calle Victoria con igual contundencia una hora antes de la comparecencia de María Santísima de Gracia bajo el sol de la tarde parecía temer a las avalanchas: jóvenes, mayores, runners que habían decidido pararse a contemplar la escena antes de proseguir su marcha, la mujer que despachaba perritos calientes en el Jardín de los Monos a la velocidad del látigo, las mujeres con hiyab, los usuarios africanos de los locutorios, los propietarios de los chinos en los que los pasionistas alevines se abastecían de gusanitos, los vendedores de globos, los nazarenos que llegaban a todo tren recién terminado el café en el Samoa, los vecinos que subían a sus casas con bandejas de torrijas para contemplar la salida desde sus balcones, toda una ciudad vertida en la geometría fugaz de la belleza: Jesús del Rescate emerge de la calle Agua como una criatura que la ciudad da a luz, como un Mesías imprevisto que nace justo cuando es apresado para ser después conducido a la muerte, guiado a través de una estrechura uterina tras la que el parto es recibido con algarabía y aplausos. Y cada Martes Santo Málaga se complace en tal alumbramiento: esta esquina en la que nadie repara el resto del año, víctima de la costumbre, rendida al anonimato de la refriega diaria, es ahora un milagro que hace de la calle un templo. Pero quien quiso hermosura la encontró también en Pozos Dulces, donde la Virgen de las Penas lució su manto de flores para rendición de esta otra sección invisible de la ciudad, su hemisferio menos promocionado, el viejo reguero de callejuelas donde la misma memoria es una cuestión invisible, donde las vías tienen nombres de arcos que ya no están, en cuyas paredes amanecen versos de poetas inmortales y pintadas obscenas, el segmento exacto en el que ruina y restauración se dan la mano, frontera de una muralla medieval que de alguna forma sigue cumpliendo su función: aquí terminan la ciudad y sus cauces, la historia y sus recuerdos, y es la Dolorosa la que sostiene en peso lo visible y lo invisible, lo efímero y lo eterno, en pro de un silencio que lucha por abrirse paso entre jaurías y flashes, como un candil en la noche abierta. Al otro lado del río, en el arrabal exhausto que se alza en otra frontera, entre la Trinidad y el Perchel, Jesús de la Humillación se expone en su soledad fieramente humano mientras María Santísima de la Estrella desliza su mansedumbre en el cauce seco, evidencia de la derrota de una ciudad incapaz de recomponerse; y aquí, sin embargo, ante gestos más contenidos y conmovidos (qué quietud es la que ampara la salida de la Estrella, de una calidad a veces casi monacal, únicamente salpicada, sin remedio, por los profetas del entusiasmo), la imagen divina, pagana y cristiana, adscrita a todo para contenerlo todo, pregona una segunda oportunidad para una resurrección posible. Málaga es una ciudad de fronteras, de barrios y enjambres que se dan perpetuamente la espalda, de tesoros desconocidos por los vecinos de la otra acera, de identidades secuestradas y esencias diluidas. Pero el Martes Santo regala el espejo de una unidad soñada, la que trenza la Sentencia desde Frailes, la que pulveriza las distancias en el trayecto colosal de Nueva Esperanza. La que halla en el Rocío el consuelo en virtud de la certeza de que algo real no acabó de perderse del todo.

Y así se resolvió la jornada entre plazas a rebosar y calles inundadas. Incluida, sí, Carretería, donde los refuerzos de los dispositivos de seguridad hicieron visible ostentación. A la sombra del Nazareno de los Pasos, a la altura de la calle Nosquera, dos señores de gorra de paño sobre cana cabellera comentaban la jugada de la estampida del lunes. Uno de ellos llegó a una idea concluyente: "Demasiadas pocas cosas pasan para las que podrían pasar". Y razón no le faltaba. Cada noche de la Semana Santa, Carretería es una ratonera en la que se reúnen demasiados ingredientes fatales: cansancios, retrasos, fatigas, la invasión de las aceras a bordo de sillas domésticas (hasta más allá incluso del Pasillo de Santa Isabel) y una corriente natural que a partir de cierta hora termina derivando aquí a prácticamente cualquiera que carece de una tribuna mejor. Si algo conviene modificar de la Semana Santa de Málaga es cuanto acontece a partir de la calle Álamos; y seguramente una distribución más razonada de los horarios, como reclama la Cofradía del Cautivo, ayudaría a la cuestión. De cualquier forma, la Semana Santa es de todos y no hay más remedio que entenderse. Málaga demostró ayer que no tiene miedo, y eso es una buena noticia. Ahora le toca demostrar que es capaz de organizarse. No es poco lo que se juega.

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios