Andalucía

El relevo de Chaves

  • El plan de Zapatero para proceder a un relevo generacional en el socialismo andaluz salió adelante solo a medias

José Aguilar

Director de Opinión del Grupo Joly

Desde el mes de abril Andalucía tiene un nuevo presidente: José Antonio Griñán. Es el cuarto de la historia de Andalucía como comunidad autónoma dentro de la España democrática. Ninguno de los tres que le precedieron (Rafael Escuredo, José Rodríguez de la Borbolla y Manuel Chaves), tan distintos entre sí, acabó su mandato por voluntad popular. Ninguno perdió unas elecciones. Abandonaron por disputas en su partido (PSOE). Uno dimitió en mitad de la legislatura, el otro se marchó aburrido al acabar la suya y al tercero, el que más ha durado, lo han jubilado por el método de la patada hacia arriba.

¿Cómo terminará Griñán? Depende -él sí- de las urnas. Estará los tres años de su mandato sobrevenido por la marcha de Chaves y se someterá al escrutinio del pueblo andaluz en 2012, en las peores condiciones en que los socialistas han concurrido a unas elecciones en esta tierra. Si pierde, no permanecerá cuatro años como jefe de la oposición al PP. Dará paso pronto a otro candidato y a otro liderazgo en el partido. Si gana (entendiendo por ganar poder gobernar, solo o en coalición con otros), cumplirá su cuatrienio como presidente esta vez electo por los ciudadanos y pilotará su propio relevo sin traumas.

Es impensable, por edad, pensamiento y trayectoria vital, que Griñán quiera estar más allá de 2016 al frente de la Junta. A decir verdad, no quería estar ni en 2009. “Yo, ni muerto” es la expresión cabal, ya conocida, del comentario espontáneo que salió de su boca la primera vez que le dijeron que podía ser él quien sustituyera a Manuel Chaves. Siempre había creído que la retirada de Chaves como presidente llevaría aparejada la suya propia como consejero (y últimamente, vicepresidente). De la mano de Chaves volvió a Andalucía. Aún los recuerdo a los dos hace veinte años, en la campaña electoral de 1990, tratando de convencer a los piquetes de camioneros de UGT en la Costa del Sol de que dejaran pasar el autobús de  la caravana socialista camino de Granada (ellos pasaron, los periodistas no).

Chaves se trajo sólo a tres personas a su desembarco en Andalucía: Concha Gutiérrez, Evelia Perea y José Antonio Griñán (de la organización andaluza fichó a Josele Amores). Con ellos se fabricó su propia campaña. Chaves lo hizo consejero de Salud, se lo “prestó” a Felipe como ministro de Sanidad y de Trabajo para firmar, entre otras cosas, el Pacto de Toledo sobre las pensiones, lo rescató de nuevo como consejero y más tarde lo hizo vicepresidente. En estos años se consolidó no sólo su amistad íntima, sino también una especie de fusión de sus carreras y trayectorias: amigos comunes, los mismos gustos, igual edad, la misma experiencia generacional... parecía estar claro que si se iba el jefe se iría también su primer subordinado.

No ocurrió como lo habían planeado. Paradójicamente, a un cierto nivel de la política, en el que parece tener uno más poder, la realidad se obstina en demostrar a veces lo contrario: es más esclavo de las circunstancias, menos dueño de su destino, más propenso a decidir por los impulsos externos. El plan de Zapatero para proceder a un relevo generacional en el socialismo andaluz salió adelante sólo a medias. El presidente, que había ido postergando con diplomacia a todos los barones del felipismo, pensó que ya era hora de renovar su último bastión. Lo quería hacer sin traumas: elevando a Manuel Chaves a una vicepresidencia del Gobierno expresamente creada para él, vistosa y sin poder político, y sustituyéndolo por alguien mucho más joven, curtida en diversos cargos (vicesecretaria general del PSOE andaluz, presidenta del Parlamento), mujer y feminista: María del Mar Moreno. Pero, ya digo, ni siquiera Zapatero puede imponer toda su voluntad en el Partido Socialista. En los tiras y afloja de abril de 2009, Chaves ofreció una variante: él se iba, sí, pero en su lugar no estaría Moreno, sino Griñán. La renovación no sería de edad precisamente: Chaves le lleva once meses.

El comité director del PSOE andaluz, máximo órgano aparente entre congresos, aprobó lo que ZP y Chaves habían acordado tras esta especie de pacto mutuo de no agresión, y Griñán fue ratificado por sus compañeros y refrendado por el Parlamento tras un discurso de investidura en el que comenzó a escucharse otra música desde el poder autonómico. Griñán hablaba de cambio y modernidad, de una Administración más descentralizada y ágil, de una reforma de la educación como objetivo básico, de seleccionar a los cargos públicos por su mérito y capacidad y no por su obediencia y sumisión partidistas. El relevo, se dijo, había sido ejemplar, sin traumas ni rupturas, sin vencedores ni vencidos. Griñán no era puro continuismo, sino un hombre para cambiar desde dentro el sistema, intelectualmente más sólido, mejor parlamentario, capaz de integrar a todas las facciones socialistas. La solución ideal, sin instalarse en la rutina que estaba desgastando a Chaves inexorablemente, y sin aventuras. Un salto con red.

Los socialistas, siempre atentos a amoldar su discurso a la coyuntura, han teorizado a conveniencia sobre la relación partido-gobierno. Para desbancar a Borbolla se apostó, hasta públicamente, por la necesidad de que el partido tuviera vida autónoma, independiente del gobierno. El guerrismo entonces dominante a nivel orgánico llegó incluso a proponerle a Borbolla que renunciase voluntariamente a la secretaría general y continuase al frente de una Junta bajo la tutela de Carlos Sanjuán, el hombre destinado a apearle del poder orgánico. Borbolla rechazó la componenda, y se quedó sin mandar en el partido y sin presidir el gobierno andaluz. En los primeros años noventa, con la ruptura Felipe-Guerra, el debate se decantó por todo lo contrario: lo mejor es que el engranaje entre el aparato partidario y el gobierno funcionase a la perfección, y eso sólo lo aseguraba que la misma persona concentrase los dos poderes. Así fue como Manuel Chaves llegó a secretario general del PSOE andaluz y presidente de la Junta (incluso, por las vicisitudes de la política nacional, ha sido mucho años a la vez secretario del PSOE andaluz y presidente del PSOE federal, un contrasentido político). Nadie cuestionó la monocefalia durante quince años.

Desde la entronización de Griñán se defendió ardorosamente lo contrario: la bicefalia (Griñán en la Junta y Chaves de pertinaz líder del PSOE) no representaba ahora ningún problema. Al contrario. Volvía a ser, como se le esgrimió a Borbolla, la solución perfecta. Griñán gobernaría la Junta sin interferencias y Chaves continuaría pastoreando al partido. Siendo los dos tan amigos no habría lugar a la discrepancia y, si lo hubiera, ellos mismos lo zanjarían sin conflicto. Pero los políticos proponen y la vida dispone. Pronto Griñán entendió que necesitaba un gobierno de su plena confianza y que sin el liderazgo en el partido, y sin haber logrado una victoria en las urnas ni popularidad en las encuestas, no podría desarrollar su propio programa. Pronto también Chaves se sintió ninguneado y dejaron de invitarle a muchos actos oficiales en su tierra. Antes de que acabase el año tuvieron que escenificar un simulacro de acuerdo para que no volviese a hablarse de congreso extraordinario, sobre la base de que lo habría antes de las elecciones de 2012.

Firmaron una paz precaria que, al término de 2009, estaba claro que se rompería en la dirección que le interesa a Griñán: pronto tendrá el liderazgo en el PSOE andaluz y hará su gobierno. Aun a costa, posiblemente, de una amistad de treinta años que la política y el poder han puesto en peligro.

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