Razones para dejarse la piel, y algo más abajo
Cada uno vive (y soporta) la Feria como quiere, o como puede, aunque pocos ambientes ponen a prueba el nivel de tolerancia para según qué cosas Aquello de la alianza de civilizaciones tenía sus riesgos, pero hay de todo
NO se puede tener, seguramente, peor sentido de la oportunidad: con toda la marimorena armada en torno a Teresa Porras y las puñeteras bragas en la mano, con todas las llamadas al respeto a las mujeres emitidas desde los más variopintos portavoces, con todas las críticas que le han caído a la honesta concejala, cinco jovencitas iban ayer por la Cortina del Muelle con una cogorza de aúpa y un lema común en sus camisetas: "Soy muy buena en la cama". En el fondo, tal proclama no dejaba de representar una bonita parábola del capitalismo (vuelvo a acordarme de Houllebecq, va a resultar que el francés de las narices tenía razón): a estas alturas, la lógica del mercado ha dejado muy claro cuáles son los mecanismos más rápidos y eficaces para promocionar en según qué escalas sociales y financieras, y, bueno, por más que exista en la opinión pública una necesaria y mayoritaria aberración hacia cualquier forma de abuso, Nietzsche habría venido a decir que, al final, cada uno no tiene ni más ni menos que lo que se merece. La Feria, en cualquier caso, parece ser el escaparate idóneo para que cada uno cante sus excelencias reproductivas, y si hasta ahora la cuestión obscenamente camiseril parecía competencia exclusiva de los machotes que a partir de las seis de la tarde empiezan a caer en coma etílico para frenesí del 061, parece, visto lo visto, que las señoritas tampoco se quedan atrás, lo que quizá podría interpretarse, a su vez, en los parámetros de cierta lógica feminista. No recuerdo quién escribió en cierta ocasión: "He leído El segundo sexo de Simone de Beauvoir y creo que puedo hacer una descripción bastante exacta de la vagina de esta mujer". Pues bien, la Feria de Málaga alecciona al respecto con una capacidad ilustrativa no menor. Aunque lo verdaderamente maravilloso de la jauría que se arma en el centro es el contraste, adscrito a su versión paradójica: ayer, poco más tarde de las doce, cuando los primeros feriantes bailaban sevillanas con cierta tranquilidad en la Plaza de la Constitución antes de la invasión de los bárbaros y todo parecía sumido aún en un sopor como de Imserso, una mujer cubría su rostro con un niqab que sólo dejaba a la luz sus ojos. Su acompañante, eso sí, vestía bermudas, sandalias y camisa holgada mientras empujaba un carrito donde dormía un pequeño de no más de dos años. La pareja enfilaba la calle Granada como huyendo de aquel tronío (José Mercé cantaba Al alba de Aute por bulerías: quién iba a decir a la España del proceso de Burgos que aquella tragedia terminaría bailándose en una Feria, con toda la grasia), aunque el único gesto serio que podía colegirse era, claro, el del varón. Tendrían que haberse visto no mucho después en la Gomorra alcohólica que se monta invariablemente en Uncibay. Eso sí, además del contraste la Feria también puede ser ejemplo de integración: que también hay feriantas que bajan al centro con una flor puesta en el hiyab, ahí me las den todas, y una cocacola en la mano. ¿Acaso los capillitas que van a las casetas de la cofradías se piden allí un puleva de fresa? Pues eso, que sí se puede disfrutar de la fiesta en la calle sin faltar a uno solo de los preceptos de Alá. Aunque creo que fue San Bernardo quien advirtió: "Obrad bien, que el Señor lo ve todo".
Aunque un verdadero clásico en esto de ponerse o no ponerse ropa son los descamisados. El éxito de las medidas puestas en marcha por el Ayuntamiento para su extinción es análogo al del cosechado en pro del cierre de la Feria del centro a las siete de la tarde. Ayer mismo, cuatro amiguetes iban por Comedias a eso de las cuatro y media como buscando la piscina, aunque lo cierto es que a esa hora la piscina de costumbre ya estaba extendida entre Beatas y Uncibay. Que las casetas no les atiendan no constituye para ellos un problema: en los chinos pueden abastecerse a gusto y luego nadie les va a recriminar que se beban el matarratas donde les plazca. Dos agentes de la Policía Local motorizados pasaron a su lado y no les pareció buena idea pedirles que se cubrieran, pero ya se sabe, siempre hay una necesidad más importante que atender. Por cierto, la Feria también es el medio idóneo para que una reforma como la emprendida en las últimas semanas en la Plaza de los Mártires, con todas las molestias para comerciantes y vecinos, no sirva absolutamente para nada: el suelo está ya hecho un asco gracias a que las mismas esquinas de la iglesia sirven cada noche de urinario de urgencia a los feriantes más acérrimos. Aunque tal vez se trate de un ataque iconoclasta y dentro de unos días un grupo anarquista se adjudique el happening. Eso sí, no crean que los festivaleros esperan a la noche para hacer de las suyas, y sin tener que ir muy lejos: a primera hora de la tarde de ayer, otro espécimen se descargaba a gusto al ladito de la iglesia del Sagrado Corazón, justo en la puerta de acceso del Museo Carmen Thyssen reservada a las obras de arte. Al final, está claro: lo más triste es el modo en que la misma Málaga parece dispuesta a darle la razón a quien considera que es un buen sitio en el que mear, sólo por no parecer poco simpático ante el turismo o por no perder una tradición que ya se perdió hace mucho. De cualquier forma, la Feria ya ha llegado a su ecuador, como se dice, y lo que toca es dejarse la piel, el corazón, las tripas y lo que haya más adentro. O más abajo. Con perdón.
La Feria es, ergo, una cuestión de tolerancia. El imperativo kantiano ("No hagas a los demás lo que no quieras que te hagan a ti", poco más o menos; aunque esto ya aparecía en el libro de Tobías) tiene aquí su piedra de toque. Lo más complicado es ponerse en el lugar del otro, aunque siempre quedará el Real y sus raciones de pescaíto con cerveza fría (vale, según qué caseta) para quitarse de en medio. El ser humano se revela aquí enterito. Para comérselo crudo. Buf.
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