Quién lo impide | Crítica

Los chicos de la crisis

El eco ya lejano de Crónica de un verano, de Rouch y Morin, resuena en este nuevo y extenso (tres horas y media) proyecto de Jonás Trueba (Los ilusos, La reconquista, La virgen de agosto) concebido como trabajo colaborativo a lo largo de cinco años entre el cineasta y un puñado selecto de adolescentes nacidos con el nuevo siglo, un trabajo que se mira en su propio espejo ya desde el prólogo pandémico en las multipantallas del Zoom y que busca en su alianza entre lo improvisado, lo documental y lo reelaborado a través de la ficción dar respuesta a esa pregunta nodal sobre cómo les gustaría a los jóvenes de hoy ser representados en la pantalla más allá de los estereotipos y clichés.

Trueba selecciona bien a sus protagonistas y ofrece un aparente fresco de diversidad y pluralidad generacional urbana que, en todo caso, deja fuera de juego a tipos problemáticos o perfiles lejos de la sintonía emocional, intelectual o política de sus tiernos chavales de instituto, también momentos de verdadera confrontación con lo real en crudo (la ausencia o el borrado de los adultos, a excepción del propio cineasta, le hace un flaco favor a la película) que restan inevitablemente en el perfil sociológico-realista del proyecto.

Tal vez para contrarrestar el estigma mediático de una generación perdida entre dos crisis, Quién lo impide apunta hacia una cierta idealización juvenil de su grupo donde el cineasta se proyecta demasiado (¡esa cita romántica en la Filmoteca para ver una película de Rita Azevedo!) desde la empatía o, si me apuran, desde una idea algo cándida, condescendiente e incompleta de los procesos, la energía vital, los temores, dudas, temblores y realidades que impulsan, guían o azotan a esos jóvenes más allá de la cuestión de género, el bullying, la multiculturalidad o los lemas de micrófono, guitarrazo y pancarta de actualidad.

Son jóvenes hasta cierto punto demasiado autoconscientes de su carácter de personajes, con ciertas inclinaciones políticas progresistas (aunque apenas esbozadas), los que tiran del carro de este retrato coral sostenido en el tiempo y fragmentado en episodios que alterna testimonios a cámara (a pesar del metraje, hubiéramos querido más en algunos casos), debates, sesiones de mediación y pequeñas reconstrucciones ficcionales en las que, desde la voz del cineasta o las suyas propias, que entran y salen como comentario levemente desfasado de lo que vemos en un interesante decàlage, se narran episodios en clave de cuento, aventura o fuga que, como en el tramo del viaje de fin de curso a Andalucía y, muy especialmente, en ese delicioso “capricho extremeño-portugués” protagonizado por Candela y Silvio, nos traen los mejores momentos del filme, fogonazos eustachianos que proyectan autenticidad y verdadero alcance universal en su recreación del momento de la sorpresa, la embriaguez, el enamoramiento, el encuentro de los cuerpos o la búsqueda de un rincón propio fuera del grupo.