Solo nos queda bailar | Crítica

Salir del armario de la tradición

En uno de los varios duelos entre discípulo y maestro que esta cinta articula como explícita dialéctica entre la tradición y la heterodoxia, entre el viejo y el nuevo orden, entre la normalidad y la diferencia, el profesor de la Compañía Nacional de Danza le dice a Merab (un extraordinario Levan Gelbakhiani), nuestro protagonista, que “no hay lugar para la debilidad en la danza georgiana” ya que esta se basa esencialmente en la masculinidad.

Casi no era necesario verbalizar el conflicto que vertebra esta película de Levan Akin premiada por el público del SEFF, un cinta estimable, emparentada en cierta forma con Girl de Lukas Dhont, que tiene muchas mejores armas (el trabajo corporal y físico de sus intérpretes capturado por una puesta en escena naturalista y de aliento lírico) para articular su discurso de confrontación, ruptura y liberación en una Georgia que aún se debate entre la fidelidad a las raíces (patriarcales) de su folclore (sin duda rico y hermoso) y la obligada modernización que afecta a las nuevas generaciones del siglo XXI.

Así, el conflicto de Merab con la tradición es también el de la aceptación de su propia identidad sexual, una doble prisión que, unida a los problemas familiares, a la relación con el hermano o con la que se supone tendría que ser su novia, hacen de su paulatina y convincente afirmación homosexual, materializada en el enamoramiento de un compañero tratado y mostrado con tacto y acierto, y en una excelente secuencia final de baile, un verdadero y catártico camino de salida de una cultura, una sociedad y un país que aún no parecen haber superado las rémoras del pasado.