La Sirenita | Crítica

Salvada por Halle Bailey y las canciones de Menken

Halle Bailey, en 'La Sirenita'.

Halle Bailey, en 'La Sirenita'. / Disney

Las películas live action que trasladan éxitos de la animación a imagen más o menos real (por la importancia de los efectos digitales) son el uróboro -la serpiente que se come su cola simbolizando el eterno retorno- de la Disney. El uróboro también simboliza el esfuerzo inútil. Y en los dos sentidos se puede aplicar a la live action disneyana. La productora engorda por ingresos en taquilla comiéndose a sí misma, es decir, retomando sobre todo los largometrajes clásicos creados en vida de Walt Disney (desde Blancanieves en 1937 a El libro de la selva en 1967, durante cuya realización murió el genial creador del estudio) y los clásicos modernos -porque ya se pueden considerar así- creados después que la productora superara el bache creativo tras la muerte de su creador e inspirador con La Sirenita en 1989.

Todo empezó con 101 dálmatas en 1996, cuyo éxito motivó una secuela en 2000, ambas beneficiadas por la estupenda recreación que Glenn Close hizo de Cruella. Pero fue a partir de 2010 cuando la Disney apostó a fondo por esta forma de engordar devorándose a sí misma con resultados -creativos, la taquilla va por otro lado- unas veces estimables (El libro de la selva, Maléfica) y otras, las más, decepcionantes (La cenicienta, La bella y la bestia, Aladdin, La dama y el vagabundo) y hasta aborrecibles (Alicia en el país de las maravillas y Dumbo de Burton o Pinocho de Zemeckis).

Llega el turno a La Sirenita, la película que, como he dicho, fue el primer gran éxito de la productora tras la muerte de Disney. Se trataba de un antiguo proyecto de Walt tras el éxito en 1937 de Blancanieves: una serie de cortometrajes basados en cuentos de Andersen, entre los que este se contaba, cuya producción, al poco de iniciarse, se abandonó. En los años 80. cuando el estudio valoró la posibilidad de convertirla en un largometraje, aparecieron los bocetos y trabajos de preproducción de 1937, algunos de los cuales fueron utilizados.

Esta nueva versión de imagen más o menos real la dirige Rob Marshall, el experto en destrozar musicales que se cargó el genial Chicago de Bob Fosse, Fred Ebb y John Kander y el Into the Woods de Sondheim, además de perpetrar El regreso de Mary Poppins que Dios, Disney, Stevenson y los Sherman confundan. Poco que esperar de él.

Y no mucho es lo que da, con relación a la versión original animada. Aunque afortunadamente esta revisitación de un clásico moderno de Disney no es tan catastrófica como otras gracias al acierto de encargarle el papel principal a la joven cantante y actriz Halle Bailey, que le da gracia, espontaneidad y sobre todo un aire de verdadera comedia musical. Todos los números, basados en las canciones de Alan Menken de la versión animada, con nuevas aportaciones en colaboración con Lin-Manuel Miranda, son buenos. Pero aquellos en los que interviene Halle Bailey son los que tienen más sabor a Broadway o al West End, porque curiosamente su voz recuerda más los musicales teatrales que los cinematográficos. Realzan la película como musical las muy buenas orquestaciones, tanto de las canciones como de las músicas de fondo, de Julian Kershaw, uno de los mejores directores musicales actuales.

Los números musicales y Bailey, tan criticada al principio como opción políticamente correcta, no unos solo correctos Javier Bardem o Melissa McCarthy (que desperdicia el potencial histriónico de Úrsula), ni el despliegue de efectos,  ni el estiramiento que lleva a más de dos horas lo que en la versión animada duraba 85 minutos, es lo que da un cierto interés a esta película que, ni de lejos, alcanza el encanto del original. 

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