TIBURÓN NEGRO | CRÍTICA

El aperitivo de 'Megalodón 2: la fosa'

Fotograma de la cinta 'Tiburón negro'

Fotograma de la cinta 'Tiburón negro' / D. S.

Me gustan las películas de bichos, lo confieso. Sin importarme que sean reales o agigantados por la fantasía. Mi generación creció con las voraces hormiguitas de la rugiente marabunta, con sus hermanas gigantes de La humanidad en peligro, con la tarántula igualmente grandota de la película de Jack Arnold, con los obstinados elefantes que buscaban su senda pasando por encima de Taylor y Finch o con las arañas dispuestas a zamparse al increíble hombre menguante o al científico hibridado con una mosca. Sin contar, por supuesto, a los dinosaurios. Por eso acogimos con entusiasmo el Tiburón de Spielberg.

Pasado medio siglo seguimos siendo fieles a las películas de bichos, pero con una cierta hartura producto de la demasía y el descuido con que muchas se realizan. Aunque a veces las más toscas y disparatadas, como la saga televisiva de los sharknados o joyitas de serrín como Mega Shark versus Giant Octopus, sean, precisamente por sus carencias y exageraciones, las más divertidas. A este filón hay que apuntar al prehistórico megalodón, presente en las pantallas desde 2018 en forma de producción mucho más cara y cuya nueva entrega está en puertas con la película que hoy comentamos como aperitivo.

Porque también hay un bicho enorme, un megalodón, que esta vez se relaciona con una antigua maldición azteca que castiga a quienes profanan la naturaleza. Y con una familia que viaja a un arruinado pueblo mexicano y queda atrapada en una más bien oxidada y vieja plataforma petrolífera. Le saca todo el partido posible el director Adrian Grunberg, lo más parecido que hoy pueda darse a un director de serie B que sabe aprovechar sus recursos, de quien hemos visto otras excursiones a infiernos mexicanos -la cárcel en la que meten a Mel Gibson en Vacaciones en el infierno o el último viaje de un solo a medias resucitado Rambo para liberar a su ahijada secuestrada por los cárteles en Rambo: Last Blood)- que aquí propone otras vacaciones infernales en las que el enemigo no son los presidiarios ni los narcos, sino este bicho. Su realista modestia, consciente del material que tiene entre manos y de los medios de que dispone, la hacen aceptablemente entretenida y simpática.  

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